Una lectora comparte su experiencia (no)migratoria a los EE.UU. a través de un relato fotográfico.
I
Estoy a horas de mi vuelo. Tengo la maleta por hacer, pero algunos amigos y familiares me esperan en la sala. Es hora de celebrar.
He cogido el teléfono y el corazón me late a mil. Todo se posterga.
Salgo de la casa, sin decir palabra, a llorar un rato. Un amigo me mira, maldice. Sí, es una mierda. Falta un documento. La Visa.
II
Llevo días de papeleo, intento juntar boletas, las tengo incompletas. No tengo carta de trabajo. Ya cesé. ¿Qué hago? Todo esto es inútil. Intento relajar, todo saldrá bien.
III
Es el día de mi cumpleaños, amanezco con una sonrisa y recuerdo al chico que acabo de conocer. Nos hemos permitido hacer el amor unas cuantas veces antes de mi partida. Supongo que la idea de separarnos nos da la sensación de que todo acaba pronto y entonces hay que aprovechar la vida, el momento, la ansiedad del cuerpo.
Estoy nerviosa. Me he secado las manos una y otra vez con el papel toalla. La gringa de las huellas dactilares me observa, me pide volverlas a secar. Coloco mis dedos en el escáner.
Observo ventanillas, como las del banco. Hay más de diez, pero nadie cobra, nadie paga.
Aquí estoy frente a otro gringo con cara de pocos amigos. ¿Por qué viaja usted? ¿Es soltera? ¿Tiene hijos? ¿Cuál es su edad exacta?
Un par de miradas de reojo y listo: «Es usted inelegible*».
No importan los papeles, los estados de cuenta, las boletas. Salgo. En el bus pienso en miles de cosas. ¿Por qué? La pregunta se repite “N” veces.
Siento rabia, impotencia. Me contengo, pero las lágrimas son rebeldes.
Alzo la mirada y en las alturas, un avión va cruzando el cielo.
(*)Ser inelegible es no calificar dentro de los parámetros para el ingreso a los Estados Unidos (sea cual fuera el tipo de visa requerida).
Texto y fotos: Sara Apaza Huamán (27), Lima, Perú.
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