Comunicarse sin palabras es posible. Ludmila y Lucas nos explican acerca de esta experiencia en su trayecto por la mágica India.
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Ya llevamos más de dos meses en India. Ya son varios días cargados de emociones, sensaciones, encuentros y desencuentros. India no deja de desconcertarnos y nosotros no dejamos de sorprendernos. Como si viajar incrementase nuestra capacidad de asombro. La sorpresa está al orden del día, sólo hay que estar dispuesto a recibirla. Así nos pasa, cada día es una novedad, de alguna forma rompimos la rutina. Lo conocido, muchas veces, se torna desconocido. Nos pasa con las palabras, con el lenguaje, con nosotros mismos.
Llegamos a Delhi hace unas semanas, con nuestras mochilas cargadas de preguntas. Hoy le sumamos nuevos interrogantes. India nos llama a la reflexión casi todo el tiempo. Y cuando decimos India decimos su gente, su cultura, sus costumbres, sus paisajes, y sus religiones. Qué difícil sacarnos nuestras vestiduras occidentales para afrontar el choque cultural al que India invita. India se presta para conocerla con los cinco sentidos, y a eso le agregaríamos un sexto que tendría que ver con la espiritualidad -una palabra que aquí parece flotar en el aire-.
Volvamos a donde nos habíamos quedado. Llegamos a Delhi y nos desbordó. Es la puerta de entrada a India, allí encontrarás un país comprimido en una ciudad. Pasar por Delhi es una experiencia intensa, pero que merece la pena. ¿Qué encontramos? Un calor agobiante, mucha gente, vendedores, vacas, basura, aroma a caléndula, templos hinduístas, mezquitas; todo eso en una misma calle.
Delhi nos confrontó con muchas cosas. Entre ellas, el lugar de la mujer. Ser mujer tampoco es fácil. El lugar alcanzado en el mundo occidental aquí no existe. ¿Qué es ser mujer aquí? Sumisión y obediencia, posiblemente. India es una sociedad machista. Se ven pocas mujeres en la calle. Su lugar es la casa. Nos sorprendió muchísimo tomarnos un subte y encontrarnos con el “vagón de las mujeres”. ¿Será con propósito del cuidado, como un beneficio o una cuestión de inferioridad? Las mujeres no dejan de mirar a Ludmila. A simple vista son distintas. No sólo la ropa y el color de piel las diferencian, sus creencias no son las mismas. O quizá sí, no lo sabemos.
El caos y el calor de Delhi nos llevaron a rever nuestro bosquejo de itinerario, para cambiarlo y emprender nuestra retirada al norte de India. Decidimos adentrarnos en el Himalaya. Para ello, nos tomamos un tren local. Viajar en tren es una experiencia a vivir en India, no sólo por ser un medio de transporte barato, cómodo y rápido, sino porque permite el intercambio y la interacción con otros. Algo que a nosotros nos fascina y divierte. Casi que es lo que más nos gusta del viajar, hablar con otros (cuando es posible). Es la mejor forma de interpelar la cultura local. Si bien nunca vamos a llegar a ser parte, o entender en su magnitud, qué lindo es por un momento meterte en su cultura. Nos encantaría de alguna forma dejar atrás nuestro disfraz de turista y meternos en uno de la gente del lugar que estamos. Es imposible, pero un rato de cotidianeidad ya es un disparador a miles de preguntas.
Y así nos pasó, en el tren que unía Amritsar con Jammu. Tomamos un tren que tardaría unas cinco horas en llegar a destino, pero terminaron siendo doce. En el medio de una de las tantas paradas se sienta junto a nosotros un matrimonio hindú. La señora no dejaba de mirarnos y sonreírnos. Intentamos dialogar pero no fue posible. Ellos no hablaban inglés, y nosotros no hablábamos hindi. Caímos en la cuenta de que tanto nos habíamos preocupado en repasar el inglés antes de salir de viaje, y ese idioma no es el idioma local. Al contrario, el inglés es uno de los tantos resabios que quedan de la época de la colonia inglesa en India. Nosotros aprendiendo frases de una lengua impuesta y sin saber una sola palabra de la lengua local. Sentimos vergüenza. Por suerte no estábamos solos en el camarote, sino que había un chico hindú que operó de traductor. Anita, la señora, no dejaba de sonreírnos y abrazarnos (a Ludmila sobre todo). Nos preguntó sobre nuestro país (que no conocía ni de nombre), nuestro estado civil, nuestras familias y si teníamos hijos. Qué increíble, sin compartir la misma lengua podíamos comunicarnos. Quizá porque hay una lengua más universal que incluye las sonrisas y las miradas. Con Anita no cruzamos una sola palabra, pero nos entendimos. Ella le dio a Ludmila varios regalos, entre ellos un mandi (los famosos puntos rojos que usan las mujeres casadas en India). Cuando llegamos a destino nos despedimos afectuosamente sabiendo que no nos olvidaríamos.
Nos pasó también, en Leh (bien al norte de la India) al tomarnos un bus público y sentarnos al lado de una señora tibetana. La señora nos sonríe y convida fruta, a la vez nos habla en ladakhi. Nuevamente nuestra falta de conocimientos. Mediante señas, sonrisas y miradas algo pudimos decirnos. El bus arrancó y nos llevó por unas rutas increíbles: picos nevados, montañas áridas. La anciana no dejó de recitar mantras y sonreír hasta que llegamos al destino.
De alguna forma nuestras culturas son distintas, pero en el fondo hay un idioma común, el de los gestos. Un regalo, una sonrisa, un poco de comida, una mirada nos hace sentir más cercanos. Porque todos somos personas. Son estos detalles ínfimos los que nos hacen caer en la cuenta de lo mínimo que somos y lo pequeñísimo que es nuestro lugar en este universo.
En aquel tren, en ese bus, en alguna callecita de India, en algún rincón del Himalaya, allí estamos. Mirando, sonriendo, escuchando, cayendo en la cuenta de lo mucho y poco que somos a la vez. Las palabras por suerte no alcanzan, lo que nos obligan a mirar y sonreír.
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Hasta el mes que viene.
Ludmila y Lucas
2 Comentarios
Gracias por las palabras. No es tan difícil emprender un viaje. Solo es animarse. Incluso no es tan caro como muchos se imaginan. Besos desde Rishikesh (India).
No deja de impresionarme semejante aventura que emprendieron, ojalá un día yo pueda hacer algo similar 😀 me encanta leer sobre ustedes. Besos desde Tucumán!! 🙂