Los uniformes de trabajo suelen borrar identidades y aplastar singularidades. Pero hubo un momento histórico en el que el uniforme fue señal de empoderamiento. Para ello, debemos meternos en el contexto de la posguerra de la mano de Cecilia, nuestra especialista en moda.
¿Han pensado alguna vez en que los uniformes pueden hacernos perder nuestra identidad? ¿Alguna vez sintieron que por tener que llevar determinada vestimenta al trabajo su autonomía se diluía? La realidad es que los uniformes están pensados para homogeneizar, para hacer perder individualidad y para que cada uno y cada una de nosotrxs se convierta en algo minúsculo e inofensivo. Sin embargo, en la historia hubo un momento en el que los uniformes de trabajo se convirtieron en una señal de libertad y de eso pensamos hablar aquí.
A mediados de la década de 1910 (en 1914, más exactamente) se desató una de las guerras más sangrientas y duras de la era contemporánea, aquella conocida como la Gran Guerra que involucró a varios países de Europa y del hemisferio norte. Terminó 4 años más tarde, en 1918. Nadie se imaginó que ese conflicto bélico se retomaría casi en similares condiciones de bandos y participantes, veinte años después con la segunda guerra. Una de las guerras más duras de la Historia. Estos dos conflictos, la Primera y Segunda Guerra Mundial, significaron profundas heridas en sociedades y poblaciones de todo el continente europeo como también en muchos países que se vieron involucrados en la contienda; las economías entraron en profundas crisis y la violencia social aumentó.
Sin embargo, hay un elemento que suele ser históricamente dejado de lado frente a tanta adversidad, perversión y dolor, y es aquel que tiene que ver con el rol y el lugar que las mujeres empezaron a desarrollar en las ciudades y en muchos puestos de campaña. Estos espacios, antes ocupados por hombres adultos y jóvenes, debieron comenzar a ser llenados por mujeres. No sólo debemos hablar del lugar de las enfermeras o secretarias sino también de muchos otros roles que en las ciudades quedaron vacíos frente a la obligación de los hombres adultos de marchar al frente; trabajos y puestos que jamás habían sido llevados a cabo por ninguna mujer: policías, carteras, diarieras, vendedoras, controladoras de tránsito, etc.
Todos estos puestos que habían quedado teñidos por la ausencia de los que a la guerra se habían marchado (y que tal vez no habían regresado) fueron completados por mujeres que tuvieron que hacerse cargo de que la vida continuara como si nada hubiera pasado. Se debió entonces crear todo un nuevo guaradarropas para la mujer que dejó de preocuparse por coleccionar vestidos y que comenzó a pensar en el uniforme que llevar día a día a su nueva realidad: el puesto de trabajo.
Los uniformes de trabajo de las mujeres de la Primera y Segunda Guerra Mundial fueron simples, toscos, poco gráciles y sin color. Es claro, la situación así lo hacía necesario y el contexto no hacía recomendable lucir fastuosas o lujosas (ni siquiera coloridas) prendas que en otras épocas eran comunes y que en ese entonces se habían vuelto inaccesibles. Estos uniformes debieron incorporar, además, la idea de comodidad al vestirse y al movilizarse, una característica con la que pocas veces la indumentaria femenina contó: era imprescindible que una mujer policía, una cartera o una enfermera se vistiera con prendas fáciles de llevar, cómodas y sencillas para desempeñar mejor su tarea.
Los uniformes de trabajo que mencionamos aquí dudosa y difícilmente entran dentro de la categoría de moda, simplemente porque no fueron elegidos, no fueron aceptados por una sociedad que optó por ellos concientemente ni representaban en sí mismos ninguna muestra de estilo. De todos modos, muchos fueron los ejemplos de mujeres que buscaron, incluso, mantener la elegancia, la delicadeza, la femineidad, todos aspectos que por lo general solían perderse bajo las telas oscuras, apagadas y ásperas.
Esta situación fuera de lo común y extraordinaria permitió a las mujeres (muchas de ellas no vinculadas directamente con las luchas femeninas de fines del siglo anterior) apropiarse de la idea del trabajo a través de sus propias vestimentas: las mujeres ya no eran dóciles amas de casa cuyo único objetivo diario era disfrutar con otras mujeres de una charla amena sobre modas si no que comenzaron a convertirse directamente en hacedoras del destino y de la historia de las sociedades, en personajes a los cuales tener en cuenta. Tanto fue así que cuando ambos conflictos terminaron, pocas fueron las que aceptaron volver a encerrarse en el ámbito doméstico frente a la vuelta de sus maridos, padres y hermanos. Eligieron llevar con orgullo y honor sus uniformes de trabajo demostrando ser desde entonces electoras conscientes de su realidad.
2 Comentarios
Cuando terminó la guerra, hubo una campaña brutal para que las mujeres regresaran a los hogares, puesto que ya no eran necesarias, puesto que siempre fueron vistas como «sustitutas». La otredad, nuevamente. Y no fueron muchas las que no lo hicieron, por desgracia la presión fue tan fuerte que la mayoría tuvo que volver al espacio privado, aquél que el patriarcado había decidido para ellas.
Tienes razón, Anna. Cuando dejaron de «necesitarnos», nos devolvieron a donde «debíamos estar». Está claro que los años 50 no fueron un ejemplo de liberación de la mujer, precisamente. Esa idealización del ama de casa entregada y sacrificada, siempre con una sonrisa en la cara… Buf.
Pero quiero pensar que ese paso que dimos fuera del umbral de nuestras casas, esas campañas de «She can do it» que nos decían que podíamos ejercer cualquier profesión… Todo eso no fue en vano. Muchas mentes cambiaron, muchas mujeres se valoraron como algo más que el papel que les habían asignado dentro de la tradición. Y, aunque la mayoría no pudiesen mantenerse en la independencia y la autonomía, criaron a las que serían las feministas de la segunda ola. 🙂