Escribir memorias: el acto de la palabra escrita que revisitan el pasado…

A partir del libro «Voces de Chernóbil: Crónicas del futuro» escrito por Svetlana Aléxievich, Simone reflexiona sobre la palabra escrita y oral como forma de nuevo conocimiento del pasado.

Trabajar el tema de Chernobil a partir de los textos de Svetlana Aleixievich, ganadora del premio nobel de literatura
Ilustración de Mitucami Mituca

Recordar es volver a vivir dice el habla popular. Recordar es un acto que en términos espaciales y cognitivos implica volver a eventos que se sabe ocurrieron, ya sea porque se vivieron de forma directa o porque le llegó esa historia a través de la oralidad. En cualquiera de los casos, recordar es caminar una vez más por espacios, hechos y experiencias que ocurrieron en el pasado, que activan emociones en la corporalidad.

Recordar no siempre implica lo mismo. Unas veces, se trata de recuerdos que nos generan sensaciones llevaderas, otras, recordar es exponer la piel ante una radiación emocional que se apodera del presente y lo sacude. Y en algunos casos recordar, es un acto que ayuda a tomar conciencia cuando una persona o colectivo social experimenta un anclaje en el pasado, en hechos trascendentales que se apoderan de la temporalidad subjetiva y material, y estacionan a quién los vive en un episodio narrativo por un buen tiempo.

Amo leer porque me permite conectar historias y nombrar las mías, esas que me acompañan sin que yo muchas veces me de cuenta. Y aquellos libros que revisitan memorias y que se lanzan al vacío del acto de recordar; me llaman porque es un proceso que ubico como central. Las memorias no desaparecen, aun cuando se pretenda enterrarlas y olvidarse de ellas. Estas mutan e implosionan en el universo subjetivo de cada persona. También se habla de memorias compartidas/colectivas, es decir, se trata de los casos en los que un grupo o grupos de personas experimentan hechos concretos por ser parte de una misma época; y esta acción colectiva de la experiencia genera una  especie de discurso colectivo sobre ese acontecimiento.

La gente recuerda el hecho. Cuando es un hecho que afecta a una población, existen distintos niveles en los que ese recuerdo se gestiona. Por un lado existe lo que se puede nombrar como discursos oficiales; aquellos confeccionados por grupos que concentran poder y cuentan según su mirada e intereses lo que ocurrió. Luego están los discursos que llamaremos discursividad desde los márgenes; se trata de aquella narrativa sobre la historia y el pasado que la enuncian aquellas vidas con menos legitimidad y validación para narrar. Estas narrativas del segundo nivel, tienden a no escribirse a sí mismas, sino a ser recogidas por terceras personas.

En este ejercicio se ubica el libro Voces de Chernóbil: Crónicas del futuro escrito por Svetlana Aléxievich, un ejercicio de visitar un pasado-presente que eclosiona a una población y al mundo en un estado de permanente revisión de los hechos. Un evento de tal magnitud ocurrido un 26 de abril de 1986 en la ciudad de Pripyat que es la actual Ucrania. Mucho se ha escrito de este evento, desde el Estado, la Ciencia y demás;  lo que se encuentra en el texto de Alexievich es una especie de recorrido por la geografía de la(s) memoria (s). Esas que se encarnan, que se acumulan en forma de años, canas, arrugas, lágrimas que salen fácil y aquellas que se resisten.

Una siente al leer el libro como si emprendiera un viaje a una especie de ciudad natal, de la que una se fue, y regresa sabiendo la necesidad de palpar memorias no agradables, la urgencia emocional por activar las memorias de terror, dolor e impotencia. Que se vinculan con estados de confusión que sobrevive a los años, resignación pero también memorias y relatos de resistencia, de volver al origen y de vidas que continuaron, más allá del nombrado desastre.

Un viaje de este tipo se hace por diversas razones, y no entraré en revisar las razones de la autora. Acá quiero hacer un vínculo con el propio viaje hacia esas memorias ancladas en el tiempo. Recordar no siempre implica lo mismo. Y cuando se trata de acercarse a otras memorias, implica soltar todo tipo de control, dejarse llevar por la temporalidad y seguirle el ritmo a la memoria, que ella misma decide cuando emerge y cuando se oculta. Eso se percibe en cada una de las partes en las que está dividido el libro, y en sus subpartes; una composición que si bien es ordenada por una autora cuyas motivaciones son concretas y encarnadas; también se sostiene por el relato de ese ir y venir de las memorias con las que entra en contacto.

Revisitar las geografías, las casas, espacios que fueron abandonados a los que una regresa, es muy similar a revisitar el relato hablado; puesto que cada una de estas partes son las que componen no la imagen completa pero si las que hilan los tejidos de esas memorias que se reconocen cercanas en una época. Los eventos cada quien los vive según la materialidad que le sostiene, la subjetividad que le recubre y las vivencias que le traspasan. Chernóbil es un ejemplo del encuentro y desencuentro entre las lecturas oficiales de ese ejercicio de memoria y de nombrar la realidad, con las memorias múltiples de la gente lanzada directamente al reactor, aquella que no quería migrar, la que es el día de hoy y no saben a ciencia cierta que pasó.

La confusión tiende a ser uno de los estados que más predomina en el tiempo ante eventos en los que se está desprovista de mecanismos para interpretar. El tomar conciencia de los eventos no siempre es posible, en muchos casos el terror no deja posibilidades de asimilar y enunciar lo que ocurre. Sobre todo cuando hay macro discursos que ordenan esos recuerdos. Apuestas como las de Alexievich, de tejer narrativas con miradas y lecturas fuera de esas versiones oficiales y que evidencian las múltiples formas de asimilar lo terrible, estamos ante ejercicios de memoria que perforan un poco la macro mirada de los eventos y del pasado.

Recordar no es un acto ingenuo ni despolitizado, cada quien recuerda según todas las intersecciones que lo atraviesan. La familia que es forzada a abandonar su casa de siempre, su tierra de toda la vida, la anciana que resiste y se queda sabiendo que aunque todo esté colorido no lo puede consumir por la radiación, aquellxs que incluso sabiendo de la radiación consumen lo que esa tierra produce y se posicionan desde ese lugar. Cada uno de estos relatos sobre el terror, dolor, duelo; implican procesos subjetivos que desbordan las estrategias estatales y los discursos médicos.

Toda la narrativa de la heroicidad presente en el texto es un eje transversal que habla demasiado de marcos políticos que se sitúan en una historia que ordena la vida de la gente, que dispone unas narrativas sobre otras y que asigna estatus a rituales que condicionan una lectura sobre la vida. Las memorias que se dibujan y se encuentran en este libro no se generaron ajenas a estas condiciones macros, aun cuando el macro discurso sea incapaz de albergar la diversidad de actos de memoria de las familias y corporalidades que vivieron en carne propia el evento y sus ondas posteriores.

Recordar siempre implica moverse. Por los espacios, partir de la propia zona conocida y lanzarse a un vacío que puede contener respuestas o albergar más preguntas que aterran. Svetlana realiza un ejercicio de encuentro y desencuentro con memorias que no fueron registradas y no logran terminar de calzar en el lenguaje escrito, porque la confusión, la contemplación y la mirada hacia pasado-presente-futuro quema el cuerpo y explota en la piel.

La palabra escrita en este caso se encuentra en el camino emprendido, con la oralidad. Una provista de estatus y de posibilidad de registro, la segunda que pervive en el tiempo, más allá de las tempestades históricas y del desgaste de las vidas. Oralidad y palabra escrita tejiendo memorias, un ejercicio que siempre perfora lo oficial y permite vislumbrar las historias jamás contadas. Ese ha sido mi recorrido con este texto, y los ecos que produce en mi propio viaje hacia ese recordar, y ayudar a emerger memorias.

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