Alejandra Pizarnik escribió poemas asombrosos. Hoy, nos sigue invitando a repensar nuestra relación con la sociedad y las letras.
“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos.” Alejandra Pizarnik
Alejandra, niña tímida, hija de padres polacos que llegaron a la Argentina huyendo del nazismo, llenaba sus momentos de ocio y diversión leyendo. Su madre para entrenerla a ella y a su hermana les daba unos centavos y las mandaba a comprar libros de los cuales ella se aferró como a una tabla de salvación hasta el final de su vida. Desde pequeña la palabra escrita se convirtió en su protectora e incondicional guarida. Inexplicablemente gozaba (y padecía) de una naturaleza anárquica, antisocial y apolítica desde su propia perspectiva. Ignorando que la forma en que ella rechazó todo los preceptos y dictados de la sociedad, más la materialización de su repudio en sus prácticas cotidianas y en su andar por la vida, implicaba una naturaleza política que es reconocida por el feminismo: Lo personal es político.
Yo no sé de la infancia más que un miedo luminoso que me arrastra a mi otra orilla…
Alejandra Pizarnik.–Tiempo
Desde muy joven nunca encajó en ningún molde y no luchó para que fuera de otra manera. Su estética corpórea siempre la alejó a la feminidad dominante. De cabello corto, con ropa holgada y limpia de maquillaje y accesorios; transitaba para muchos como un ser andrógino. Rechazó el plan de vida que sus padres y familiares esperaban de su ser mujer, casarse, hijes… Alguna vez le preguntaron que porque no se había casado, a lo que ella respondió: “yo estoy casada con la poesía”.
Pizarnik huyó persistentemente del encasillamiento y las celdas que dan las etiquetas, como las brindadas por la heterosexualidad normativa. Siempre hubo rumores sobre su sexualidad, se conoció algunas relaciones que había tenido por igual con hombres y mujeres, y para muchos de sus conocidos podría haberse reconocido como bisexual. Bisexualidad que vivió con bastante naturalidad y dando poca o nula explicación.
…Tú hablas como la noche, te anuncias como la sed.
Alejandra Pizarnik – Encuentro
El trinomio: Alejandra, la poesía y la melancolía
Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar». Pero por un instante -sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Alejandra Pizarnik – La condesa Sangrienta
La relación más importante para Alejandra era la que mantenía con la poesía y la melancolía; la poesía porque era la única manera que tenía para comprender y convivir con el mundo, así como la única manera de sanar las heridas. La melancolía, tema recurrente en su poesía, su íntima compañera y tal vez su verduga. Padecía de graves problemas de depresión y adicción a los fármacos. Además de los problemas que pudiera tener con sus padres, o con el anhelo del amor que tanto habla en su poesía, es difícil definir que la aquejaba con tanta intensidad, pareciera que su pena iba mucho más allá de lo que se pudiera intuir, algo fuera del entendimiento mundano, a una “desgarradura metafísica” como lo dijo su biógrafa Carmen Piña. Pizarnik nunca se sintió parte de este mundo y cuando sintió que el lenguaje no podría salvarla, decidió partir el 25 de septiembre de 1972 dejando tras de sí solo palabras inteligibles.
El gran peso que cargaba a cuestas era la imposibilidad. La imposibilidad de realizar actividades que para cualquiera de nosotros implican un mínimo de esfuerzo, ir al banco, a trabajar, ir a reuniones familiares e incluso terminar alguna carrera universitaria. No soportaba las expectativas sociales, la burocracia, y por lo tanto las instituciones. Era la imposibilidad de soportar la somnolencia de la cotidianidad y su melancolía como una belleza destructiva.
Yo no sé de pájaros,
No conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
Alejandra Pizarnik – La carencia
Gran parte del enigma que resulta para muchos radica en que se le conozca como una de las poeta malditas latinoamericanas. Dicha etiqueta que bien es cierto la ha convertido en objeto de culto y de morbosa admiración, en parte también ha ensombrecido la subversividad de su legado. Alejandra se abrió el camino en el hacer poesía, camino dominado por los hombres. Fue reconocida y admirada por otros poetas incluso antes de que fuese reconocido Jorge Luis Borges y sus libros se publicaron en francés mucho antes que otros poetas argentinos. Transgresora del lenguaje, innovó la poesía y abrió un espacio a un nuevo quehacer poético caracterizado por su intensidad, por su síntesis, llenos de imágenes y metáforas, capaces de estremecer a los más reacios a sentir, a los más reacios a vibrar con la poesía. Porque sus poemas en los cuales irremediablemente nos habla de ella y de su existencia angustiosa, hablan sobre los temores que todos tenemos, a la muerte, a el desamor y al silencio. Así que es posible que su poesía sea un espejo donde podemos ver un poquito de nosotros y nuestra sombra.
Y después de todo, de su disidencia social, su subversiva personalidad, de cómo rompió con todas las formas y lo estipulado, sólo es posible reconocer que Alejandra Pizarnik verdaderamente no era de este mundo…
Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver.
Por Jimena Díaz (27), Guadalajara (México)
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