De cómo la tesis me jodió la lectura

Mónica nos cuenta cómo su pasión por la lectura se transformó en un «deber»,  a la hora de conseguir espacio en el mercado laboral, y cómo actualmente,  sigue luchando contra ello.

Ilustración de Maite

Siempre me ha gustado muchísimo leer. Recuerdo leer gran cantidad de libros cuando era pequeña, libros para peques, libros para no tan peques. Mi familia, toda, ha sido siempre lectora y me han inculcado esa pasión por tener siempre libros cerca de mí.

En la adolescencia, le cogí gusto a la filosofía gracias a un profesor buenísimo que me daba clases en el instituto, José María Pellitero. Empecé así a leer libros de filosofía; lo típico para acompañar las angustias de la adolescencia: Schopenhauer, Kierkegaard, Cioran y compañía.

Además, también en la adolescencia, empecé a cogerle el gusto a leer ciencia ficción. En las clases de filosofía, lo primero que me enganchó fueron los mitos de Platón: el del carro alado, el de la caverna, el del anillo de Giges. Me encantaba cómo a través de estos mitos se me ponía el cerebro a pensar. La ciencia ficción hacía eso exactamente: me transportaba a mundos con realidades diferentes a la que me tocaba vivir, de manera que surgían preguntas ético-políticas sumamente interesantes. Por ejemplo, en un mundo de personas émpatas, o invisibles como Giges con su anillo, ¿cómo se organiza la vida moral y ética?

Después, estudié la licenciatura de filosofía y el máster en estudios filosóficos. Evidentemente, tuve que leer mucho por obligación, pues básicamente se trata de saber qué es lo que piensa otra gente y saber, después, formar tus propios argumentos (pero, básicamente, en la universidad te enseñan a saber lo que piensa otra gente). Sin embargo, a pesar de tener que leer mucho por obligación, también leía por placer. Ampliaba las lecturas de clase, me picaba la curiosidad sobre ciertos libros y los devoraba inmediatamente con avidez. ¡Ojalá hubiera leído más en esa época! Pero aún no sabía la que se me avecinaba.

Al terminar el máster se me ocurrió la felicísima idea de hacer la tesis doctoral. Tras el máster, en aquella época, te apuntabas al doctorado y allí, sin clases ni más directrices que las que tu directora quisiera proporcionarte, te ponías a investigar. Así, a lo loco. Tenías que ponerte a leer, a convertirte en experta de un tema. En mi caso, de un tema, el feminismo queer, y de una autora, Judith Butler. Me tuve que leer todos sus escritos, además de todo lo encontrable sobre los temas que estaba investigando: realidades trans e intersex y activismo queer. Por otra parte, tuve que tratar de conocer muy bien a les autores con quienes hice dialogar a la Butler: Friedrich Nietzsche, Michel Foucault, Simone de Beauvoir, Gayle Rubin, Monique Wittig, Nancy Fraser, Rosi Braidotti, Anne Fausto-Sterling… Apasionante. Interesantísimo. Agotador.

Dejé de leer. Me pasaba todo el día leyendo; lo que menos me apetecía en mi tiempo libre era ponerme a leer más. Sustituí los libros por audiovisuales. Leer ya no me relajaba, ya no me evadía, ya no me resultaba tan atractivo. Comencé a hacer una lista (la perdí hace tiempo) de libros y artículos que quería leer cuando acabase la tesis. Nunca ocurrió nada parecido.

La tesis duró unos 4 años, un poco menos. Quise seguir por el camino universitario de intentar tener un puesto semi estable para dar clases en la universidad. Este año iré a por mi quinto contrato precario en la universidad. Mientras, he preparado proyectos de investigación para intentar que me concediesen becas postdoctotales en algún lugar del mundo, he preparado comunicaciones en congresos, y he preparado escritos para publicar en libros y revistas. Leer, leer, leer, escribir. Este es el ritmo esquizofrénico que nos obliga a seguir la academia neoliberal, para optar a trabajos cada vez más precarios y en los que el nivel de exigencia curricular es cada vez más alto. Publish or perish, publica o muere.

Doctorado, másteres, publicaciones en diez millones de revistas de super prestigio, congresos internacionales, estancias en el extranjero investigando y blablabla para optar a un currillo de mierda de 500€ (eh, y sonríe, que eres la ostia, ¡eres profesora universitaria!). Y contratos temporales. En el mejor de los casos, contratos temporales de 1000 eurillos (y, antes de los 30, olvídate). Con este estrés y esta angustia vital, si me pongo a leer a Cioran caigo en la depresión más absoluta.

Tengo infinidad de libros en casa que quiero leer por placer, y no tengo tiempo (ni ganas) porque me pego el día leyendo por obligación. Sin embargo, en el último año, a pesar de estar también estudiando oooootro máster, intento sacar ganas para leer otras cosas que no sean ensayos de lo que estoy investigando. Me da rabia que la academia me haya convertido en una máquina de sacarle rendimiento a mis lecturas. De pequeña, leía por placer, ahora, leo para convertir lo que leo en conocimiento publicable.

El neoliberalismo se me ha metido hasta en la pasión lectora. Así que intento resistirme a este empuje productivista del neoliberalismo y leo «chorradas» que me encantan. Leo cómics y novela gráfica (os recomiendo: todo lo de Charles Burns, Palomar de Beto Hernández, e Introvert Doodles de Marzi Wilson, así sin pensarlo mucho) y ciencia ficción (recomiendo: Ursula K. Leguin, sobre todo Los Desposeídos, y la saga que me marcó la adolescencia: la saga Hiperión de Dan Simmons). La ciencia ficción y el cómic tienen aún, a pesar del neoliberalismo que me/nos jode la vida, la virtud de transportarme a otros mundos en los que las tesis doctorales y el neoliberalismo no le fastidian la lectura (y la vida) a la gente.

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