Apuntes en torno al enamoramiento, género y cultura

Una de nuestras Fridas decide compartir con nosotres su opinión sobre el amor, el enamoramiento, el genera y la cultura. Todos aspectos inseparables

Enamoramiento_género_cultura_Proyecto Kahlo
Ilustración de Carola Sol

El enamoramiento tiende a representarse como una ráfaga incontrolable, una anomalía de los sentidos, un estado corporal alterado, casi como una enfermedad que enloquece los estados de ánimo y, ya se sabe, te hace estar áspera, tierna, liberal y esquiva, todo en el lapso de veinticuatro horas. Por ello es quizás la vivencia que en mayor medida nos conecta con la narrativa amorosa romántica, por muy escépticas que seamos con ella. Cuando nos enamoramos, encarnamos fantasías, expectativas, deseos y miedos que nos conectan con los ideales más mitificados de la historia de la construcción amorosa occidental.

Ésta es una historia que tiene un hito fundamental en las cortes medievales de los siglos XI y XII europeos, donde la aristocracia cortesana “inventó” el ideal del amor pasión. Tal amor se caracterizaba por la idealización de la figura femenina y por la imposibilidad: nunca se consideró la base de un vínculo duradero y feliz. No fue hasta el ascenso de la sociedad burguesa alrededor del siglo XVIII cuando se inauguró la pretensión de conjugar esta idealización amorosa con una relación a largo plazo. Tal hecho marca el comienzo del amor romántico como ideal cultural hegemónico y su contradicción intrínseca: la tensión entre pasión/excepcionalidad y perdurabilidad/cotidianidad.  Y aquí encontramos también la clave que explica gran parte de las frustraciones amorosas pasadas y presentes:

Vamos a engañarnos, y dime mi cielo que esto va a durar siempre

La historia de la cultura amorosa y sus marcas de género está inscrita a fuego en nuestros cuerpos. Por eso nos topamos con tantas contradicciones entre lo que pensamos y queremos sentir y lo que sentimos y nos descubrimos haciendo.

A pesar de esta historia compartida, cuando nos narramos nuestros propios enamoramientos lo hacemos casi siempre desde una perspectiva individual. Y esto no es algo secundario: personalizar lo que son en realidad tendencias sociales es uno de los mecanismos con los que cotidianamente invisibilizamos las injusticas. Por ejemplo, en la pareja heterosexual es frecuente que las desigualdades estructurales en el cuidado de la otra persona, que forman parte del aprendizaje social de la feminidad y la masculinidad, se interpreten en función de personalidades: “es que él es así, le gusta ir más a su bola, yo, por mi personalidad, soy más atenta, más cariñosa”.

Si bien el amor romántico es un marco de sentido compartido, se encuentra con disposiciones y subjetividades muy diferentes en hombres y mujeres. Además, el propio relato cultural romántico coloca a los géneros en posiciones diferentes, y, dada su hegemonía, esto supone a su vez influencias importantes en esas subjetividades.

El amor romántico es uno de los elementos que ha contribuido a colocar a las mujeres en el rol de especialistas de los afectos. Mientras el modelo de masculinidad hegemónico se construye en base a los pilares de independencia, autonomía y fortaleza, la feminidad, construida históricamente, pero naturalizada, se asocia con lo emocional, con el cuidado de las otras personas y de los vínculos afectivos. Las mujeres tienden a definirse a sí mismas por sus relaciones en mayor medida que los hombres y crecen con el mandato de gustar a los demás, lo que supone intrínsecamente amoldarse a los deseos del otro. Por eso, conviene que cuando las mujeres nos enamoramos mantengamos cierta vigilancia. No para acoplarnos al modelo tradicionalmente masculino y restar calidad y calidez a nuestros vínculos. Pero sí para evitar tendencias frecuentes, que responden al aprendizaje del género y que se convierten en inercias que generan frustración y sufrimiento.

Una de ellas tiene que ver con el manejo del conflicto. En virtud de esa tendencia al cuidado de los vínculos, es muy común que las mujeres, ante los malestares, sustituyamos la expresión del enfado por una especie de actitud terapéutica hacia la otra persona, dejando de esta manera en segundo plano nuestras necesidades. La ambivalencia con la que experimentamos nuestro propio enfado tiene que ver con lo que considero una de las claves para analizar nuestros modos de enamorarnos y vincularnos: la tensión en los modelos/mandatos de feminidad en los que hemos sido socializadas, entre un polo más tradicional y otro que valora en mayor medida la independencia. Esta tensión implica que, dando mucho valor a nuestras relaciones, tengamos cierta actitud de cuestionamiento ante nosotras mismas en cómo las manejamos y en lo que entendemos como un exceso de implicación en ellas (“¿estaré siendo demasiado demandante?, “es que a veces soy muy pesada”, “me enfado por tonterías”).

Este tipo de autocoacciones y autoreproches son típicos en un escenario muy frecuente en los comienzos o potenciales comienzos de las relaciones de pareja heterosexuales: aquél en el que la posición masculina defiende su independencia negando el reconocimiento (en cuidados, planes, comunicación …) que desde la posición femenina se demanda, u otorgando el reconocimiento de forma ambivalente (la consabida “una de cal y otra de arena”). Esto provoca situaciones de dominación muy sutiles que nos cuesta identificar cuando nos cuestionamos a nosotras mismas (“debería ser menos dependiente”) en lugar de cuestionar la relación de poder que se ha establecido.

Para entender estas interacciones hay que acudir a su vez a la masculinidad, con su componente de negación de la vulnerabilidad, la emocionalidad y el cuidado. Y cuestionar una forma de ser hombre que, en el plano afectivo, ejerce el poder gracias también a la cultura del neoliberalismo afectivo por el que tendemos a presuponer (y a celebrar) que en las sociedades contemporáneas, individuos libres e iguales, jóvenes y modernos, se relacionan en libertad y en igualdad, emancipados de las ataduras del pasado. Democratizar el amor y los vínculos será más difícil si no cuestionamos esta falacia y si no crece el número de hombres feministas que dejen de serlo sólo en el discurso y que sean capaces de cuestionar con una vigilancia constante sus privilegios, también en la vida cotidiana, en sus afectos e interacciones, en los bares de fiesta, en el whatsapp y en la cama.

Texto: Conchi Castrillo (32), Madrid (España)
Ilustración: Carola Sol (25), Barcelona (España). Puedes seguirla en Instagram, Facebook o en su sitio web www.carolasol.com

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