Una de nuestras Fridas decide compartir con nosotres su historia de vida. Una vida marcada por la locura, como suele pasar. Una autocorpobiografía resumida.
De pequeñita y por muchos años, me metieron en una cárcel. Una sucesión de salas blancas con monjas-centinela donde tenía que aparcar mi cuerpo inerte durante horas inmundas y dejarme violar la sesera. Pero para meter datos, primero tenía que sacar cosas que hubiera allí: la piel de mi amiga, mi muñeca, la sonrisa de Chema (el panadero), la playa, Pippi, las flores. Cuando llegaba a casa, mis padres no estaban. Cuando mis padres llegaban a casa, ponían la tele. Yo tenía mejores amigas y las quería mucho. Nos peinábamos y jugábamos a hacer verdad los cuentos (aquellos en que las monjas ni humillaban ni pegaban, ellas eran buenas). Cada vez que regañaba con una amiga, la echaba de menos por la tardes y rabiaba. Me ponía como una loca, se decía.
Como prueba de acceso a la universidad, discipliné mi cuerpo gordezuelo y lo puse en modo palo. Hambre y náusea abrillantando el horizonte alicatado de un sueño: contar. Ser delgada y contar para el mundo, interactuar con gente, participar del mercado de los afectos. Perder área corporal para que me vieran, qué paradoja. Delgada, sexi, patriarcada en grado sumo, tuve mis años de gloria psicótica. Follar a chorro, el consentimiento y el café están de más, pero de qué te quejas, esta tía está loca, ¿tú qué me vas, de feminista?
Entonces me maté, me morí. Y como golpe de gracia, resucité; en el loquero, con las otras locas.
Puse mi cuerpo a buen recaudo lejos de la patria, ¡locatis! Me fui otra vez, ¡pinzada! Ni me casé ni fui a las bodas, ni a las empresas ni a los cortijos, especialita ella, cuando menos, o loca perdida. Me bañé en tinta de tierra fértil, me sequé en papel secante, me saqué el rubor de los pómulos con pelotas de goma y también me quise acariciar la espalda para darme ánimos. Entonces empecé a retorcerme como un caracol sudoroso hacia dentro de mi ombligo hasta que… ¡plas! Salí por el otro lado, donde estaba todo mucho más claro: habían privatizado la Vida.
Habían hecho de ella un tránsito enfurecido por un mundo loco de espejos trucados y palabras cautivas, donde yo solo había clamado por un poquito de serenidad y un beso. Así, postrada ante la clarividencia y en su tributo, me otorgué el derecho de ser, y decidí que saldría con mis hermanas resucimuertas sin encapuchar y a plena luz, a tirar nuestras vísceras fosilizadas contra los escaparates para reventarlos. Gritando como una loca. Loca encontrada.
Por Almudena Lozano (32) – Madrid (España)
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