Un viaje siempre es un disparador de millones de reflexiones. Un viaje a Cuba, el doble. Donde el tiempo se detiene y el pasado se confunde con el presente. Una Frida nos trae un relato en primera persona de su recorrido por la Isla.
La impaciencia y la admiración previas a mi viaje me acosaron durante tanto tiempo y tan intensamente que, durante meses, no pude hacer otra cosa que buscar, leer, preguntar e imaginar cómo sería la tan misteriosa Cuba.
Me preparé para hacer un viaje en el tiempo que para nada me dejó indiferente; pues como bien describe Fernando García del Río en su libro «La isla de los Ingenios», al caminar por Cuba sentí como si atravesara un túnel al pasado con algunas grietas por las que se filtraban irremediablemente algunos trocitos del presente, del «mundo real». Y la sensación de extrañeza se duplica con el hecho de sentirme nostálgica «re-visitando» un pasado que nunca conocí, un tiempo que no fue el mío. No fue el mío en el lugar y el momento en que nací, pero es el presente y el ahora, el Todo para más de 11 millones de cubanes que viven allí.
Además del sol y el calor de Cuba, quedé deslumbrada por la belleza del paisaje verde que se desplegaba a ambos lados de la poco transitada carretera. Desde dentro de un coche más viejo que yo pero en perfecto estado, observé con atención cómo las palmeras se intercalaban con carteles de propaganda política. Cada piedra y cada elemento arquitectónico había sido invadido por palabras que reflejaban la filosofía de la Revolución. Y cómo olvidar los cientos de puestos de frutas a los márgenes de las carreteras, rebosantes de colores, olores, sabores… ¡Sólo por la fruta aquí me quedo!- dije.
Comprendí muchas cosas al vivir el día a día de una familia cubana. Abracé la sencillez y simplicidad de la vida, la desconexión (tecnológica) del resto del mundo. Sin lujos y sin comodidades. Cuando volví a mi casa, ducharme teniendo agua caliente saliendo de un grifo me parecía un lujo innecesario.
Me impactó mucho la vida en comunidad de los vecindarios: Vecines arriba, abajo y cada lado, a los que puedes hablar desde tu ventana. Casitas improvisadas unas al lado de las otras, familias enteras (de tres generaciones) compartiendo la misma vivienda con uno o dos cuartos. No, no alcancé a sentirme sola nunca en Cuba, pero la gente sigue ahí aún cuando necesitas un poco de privacidad. Les vecines son como familiares, todo se oye, todo se sabe, están siempre ahí. Cuando volví a mi casa me resultó extraño el silencio. Me sentí aislada del mundo, pero ésta vez de verdad: todos los medios de comunicación a mi alcance, pero una completa desconocida para mis vecines y viceversa. Ni una sonrisa a la entrada del edificio, ni nadie a quien contarle mi vida desde mi ventana o la azotea de mi casa.
El único silencio que aprecié al volver fue el de la noche: Cuba no duerme. Oía a gente hablar y discutir hasta pasada la media noche, luego cantaba el gallo, y con suerte el vecino ya había apagado su repertorio musical de los 70 que llegaba a oídos de todas las casas a 3 Km a la redonda. Y tan pronto como a las cinco y media de la mañana, el vecino que se ganaba la vida sacrificando cerdos comenzaba su jornada laboral, así como todos los gallos del vecindario y el vendedor «informal» de pan: ¡El pan, el pan!- Y el vendedor de cuchillas de afeitar «no más lágrimas», y luego el que ese día vendía una sábana estampada y salfumán para la taza (lejía para el baño). Y después el que trae agujas e hilo, luego el que vende tamales, y más tarde el que vende cualquier cosa que puede. Y a partir de las seis y media de la mañana hay tanta vida en la calle, tanta gente despierta y tanto calor, que ya no puedes ni quieres dormir más.
En mis recorridos por el centro de la ciudad y las tiendas hubiera necesitado más tiempo para observar. En los establecimientos que les cubanes llaman «shoppings» donde se venden productos a cambio de CUC (peso convertible equivalente al dólar) que no pesos cubanos (moneda nacional. 25 pesos cubanos = 1 CUC aprox.), había poca variedad a precios inalcanzables para un cubano medio. Mucha gente, calor, calles llenas de vida y negocio. En las puertas de los comercios había personas que se te acercaban discretamente para ofrecerte «por detrás» lo que vas a encontrar en la tienda pero más bueno, bonito y barato. Aglomeraciones de personas en los puntos clave donde hay conexión wifi (previo pago y con restricción de navegación), gente cubriéndose del sol con los mismos paraguas, los famosos bici-taxis, y todo tipo de vehículos improvisados a tracción animal, con ruedas, tablas, cajones y cuerdas, transportando todo tipo de bienes y pasajeros. Un bullicio que se mueve muy rápido a tu alrededor en un lugar donde el tiempo no apremia, no se valora, pasa más lento. Aprendí a respirar más despacio y me di cuenta que vivimos con demasiada prisa, el concepto de tiempo nos agobia, nos presiona y nos estresa. Cuando volví a mi casa me molestaban los relojes, los horarios y las prisas. Y aún lo siguen haciendo.
En mi inevitable visita a la librería me paseé libro por libro mientras me abanicaba las piernas con mi propia falda larga al ritmo que me recorrían las gotas de sudor. Sólo les permitían poner el aire acondicionado 20 minutos al día, y se ve que no tuve mucha suerte. No pude encontrar nada ideológicamente neutro como era de esperar, pero encontré un librito (el único) feminista que me gritaba desesperado desde un rincón: la ilustración de la portada me enamoró sin remedio, así como el título: «Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios» de Luisa Campuzano Sentí. Un precioso libro que compila diversos escritos e historias de mujeres cubanas (entre el siglo XVIII y el XXI) que sin temor a nada lucharon contra lo establecido. Queda confirmado que las feministas somos imanes entre nosotras y nuestras obras.
Por la noche, después de espantar a los mosquitos (todos eran aedes aegypti hasta que se demostrara lo contrario), solíamos ver la novela del momento, a la que todos les cubanes eran adictos, la hora sagrada. Que ni por sagrada se libraba de transcurrir sin ser interrumpida por un discurso de Fidel, de Raúl o un mini documental sobre el Comandante Ché. Y sin querer entrar mucho en política, que este no es el momento, diré que me encantó conversar con les cubanes a puerta y ventana cerrada, con la tele en alto y la voz baja sobre Cuba, su historia y el presente, la Revolución y sus líderes, y las esperanzas de futuro… sobre su sempiterna lucha por la libertad.
A pesar del trabajo que pasan, el calor y las adversidades propias de su ahora, tengo que decir que Cuba son les cubanes, Cuba es la gente. El espíritu de comunidad, de ayuda, de familia, el tomarse las cosas a risa, con música, el andar por la vida sin ser atropellado por los minutos del reloj, la familiaridad y la amistad, sus infalibles remedios caseros, su fe y devoción, sus abrazos, sus voces, sus vidas, sus almas: eso es Cuba. Por eso andaba enamorada de esa isla, incluso antes de pisarla. Resulta que ahora comprendo mucho mejor de donde vino «esa muchacha que no tiene temor de Dios» a quien mis raíces se enredaron. Ese «otro mundo» tan diferente. Y tras haber tenido la oportunidad de sentirlo, lo más doloroso fue despegar de vuelta. Porque no fue una despedida, ni siquiera un hasta luego… está ya tan dentro de mí que no hay quien me lo arrebate.
1 Comentario
me encanto. quisiera saber, ¿cuanto tiempo duró ese viaje por Cuba?