Vivir en un sistema capitalista y patriarcal afecta también a nuestras emociones. Mónica nos explica lo que sucede.
El sistema neoliberal y patriarcal en el que vivimos tiene un poderoso efecto en nuestras subjetividades. Ya lo decía Michel Foucault: «las relaciones de poder no son sólo negativas (coercitivas, opresivas), sino que también son positivas (productivas de subjetividad)«.
En el prefacio que Foucault escribió al Anti-Edipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari (apenas 4 páginas, difíciles, pero llenas de maravilla antifascista), incide en la idea de que nuestro enemigo es el fascismo; y no sólo el fascismo histórico (el de Hitler, Mussolini, o Franco), sino el fascismo que llevamos dentro, en nuestras cabezas, en nuestros actos cotidianos. En el Anti-Edipo, Deleuze y Guattari conceptualizan el fascismo (no sólo entendido como el fascismo histórico) como una estructura del deseo que afecta a nuestras emociones más íntimas.
Actualmente, esta estructura del deseo ha mutado gracias al neoliberalismo. Hoy, vivimos en un sistema capitalista neoliberal, profundamente patriarcal y racista, además de otras cosas feas que seguro que me estoy dejando. El neoliberalismo y el patriarcado, que son los puntos en los que vamos a reflexionar en estas líneas, son sistemas insidiosos: no nos damos cuenta de que vivimos bajo ellos, pues muchos de sus aspectos son considerados como naturales y normales, incluso deseables, en nuestras sociedades; sin embargo, configuran nuestras subjetividades de manera profunda.
En el libro La pesadilla que no acaba nunca, Christian Laval y Pierre Dardot analizan el proceso de subjetivación neoliberal. El neoliberalismo fomenta una cultura del rendimiento y de la productividad que nos clasifica como seres valiosos o no para la sociedad. El espíritu empresarial nos inunda, de manera que nos vemos empujades a convertirnos a nosotres mismes en capital financiero. Por otro lado, fomenta, además, una cultura de la autoevaluación de sí, en la que nos convertimos en productos que tienen que ser valorados, apreciados y, en última instancia, comprados. Somos nuestro capital humano. La propia vida se convierte, así, en una empresa de maximización del propio valor.
¿Y qué efecto tiene esto en nuestras emociones? Considero que no tenemos más que pensar en lo que publicamos en redes sociales. Deseamos recibir corazoncitos, que se vean nuestras historias, que se compartan nuestras opiniones, que se comente, que le gusten nuestras fotografías a la que gente que nos gusta (y a lo que no nos gusta, también). Deseamos gustar, deseamos que nuestro capital humano sea apreciado, deseamos vender nuestro producto. No estamos muy alejades del episodio de Black Mirror, Nosedive, en el que las personas puntúan todas las interacciones sociales que tienen. La distopía está más cerca de que lo que desearíamos.
Por supuesto, el neoliberalismo ha hecho migas con el patriarcado. Nuestras subjetividades se configuran en unas relaciones de poder generizadas. La célebre frase de Simone de Beauvoir, «No se nace mujer, sino que se llega a serlo«, quiere decir eso, exactamente: el llegar a tener un género femenino es un proceso, un proyecto vital en el que la cultura imperante nos da pistas sobre cómo tenemos que actuar para llegar a serlo. El ser femenina está codificado culturalmente por el patriarcado.
Ana de Miguel, en su libro Neoliberalismo sexual, ha analizado cómo el neoliberalismo y el patriarcado se han aliado para recodificar y reactualizar la experiencia generizada de las mujeres cis. En palabras de Ana de Miguel: «La ideología neoliberal tiene el objetivo de convertir la vida en mercancía, incluso a los seres humanos. En ese sentido, la conversión de los cuerpos de las mujeres en mercancía es el medio más eficaz para difundir y reforzar la ideología neoliberal«. Y no sólo los cuerpos, defendemos: nuestra subjetividad se ha configurado de tal manera que nos comportamos como mercancía para el neoliberalismo patriarcal.
No obstante, siguiendo también a Foucault, no hay relación de poder sin su correspondiente resistencia. Y no todo acto de exposición de nuestros cuerpos o emociones es un acto de mercantilización de nuestra vida, como bien reflexionó Julia Amigo en esta misma revista. Somos muches les que nos resistimos a la subjetivación neoliberal y patriarcal. Somos muches quienes tratamos de buscar maneras alternativas de vivir nuestra vida, luchando en contra de la cosificación y la mercantilización. En este sentido, se hacen necesarias nuevas maneras de subjetividad, nuevas formas de ser, que codifiquen maneras diferentes de estar en el mundo. Donna Haraway lo tiene claro: en esta empresa, la imaginación es más que necesaria, y es desde el feminismo desde donde se tiene que activar la imaginación para generar nuevas relaciones, nuevos parentescos, nuevos relatos sobre nuestras vidas, nuevas emociones.
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