Una Frida comparte con nosotres estas letras. Una reflexión sobre la infancia, los encuentros y los recuerdos.
Él jugaba con la luz, se sorprendía de su propia sombra. Al principio no lo supe, fue hasta que me hice parte de su juego.
Habló para sí mismo, enunció algo sobre «tres arcos».
Indagué, respondió, pregunté, contestó. Seguimos hablando, la conexión fue instantánea.
Jugamos con la proyección de nuestros cuerpos a contra luz; fuimos palomas, hombres grandes, hipopótamos, serpientes, conejos saltarines, círculos, triángulos, rectángulos, cuadrados, corazones.
Después de la divertida espera llegó el autobús. Reservó un asiento para mí al lado suyo. Seguimos platicando y haciendo formas con las manos hasta que se fue.
No supe su nombre pero supe su color favorito.
Me hizo recordar por qué estoy aquí, volví a ser niña a su lado.
Volví a interactuar con alguien simplemente por la magia del momento, sin miedo, sin prejuicios, sin roles, sin el qué dirán.
Eso era ser niña: inefable.
Dario
Dario saltando de la banca al piso imitando los movimientos y sonidos de una rana. Yo contemplándolo.
Su abuelo refunfuñando, luego prohibiendo: Dario, deja de brincar.
Dario defendiéndose: soy una rana, las ranas brincan.
Su abuelo iniciando un debate con una pregunta ¿las ranas se quiebran los brazos?
Dario dando un argumento: las ranas no se quiebran los brazos porque no tienen, las ranas tienen patas.
Su abuelo en silencio, derrotado por la lógica de un niño de 5 años.
Yo sonriendo y pensando…
Pobre viejo, además de perdedor, incomprensivo, ¿que a caso no entiende que Dario no puede estar quieto por más de cinco minutos, que necesita moverse?
Pero sobre todo, pobre viejo olvidadizo, ¿qué no recuerda cuando era niño?
Por Sandra Jauregui (25) Guadalajara, México
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