En las últimas semanas de clase del ciclo lectivo que terminó en 2017 tuve una experiencia que me dejó pensando mucho en lo que nosotres como adultes podemos influir en la vida de quienes todavía no son más que niñes.
Una noche, en casa, me encontraba corrigiendo evaluaciones y encontré entre los papeles la evaluación de alguien que había decidido escribir en el margen de la hoja otro nombre distinto, que no figuraba en mi lista. Luego de pensar en todas las posibilidades de error, me dispuse a leer la evaluación para ver de quién se podía tratar y encontré en el papel una declaración de enorme valentía: une alumne me había elegido para contarme que era trans, que ya no quería ser llamade por su nombre original y que sufría mucho por el modo en que sus compañeres de curso le discriminaban o trataban de rare.
Sus palabras no fueron más que una forma de hacer catarsis frente a un mundo que le lleva todo el tiempo a callar y a ocultarse. A mostrarse «normal», a no destruir el status quo y a comportarse como corresponde. A su corta edad, mi alumne tenía claro algo que a muches de nosotres nos ha llevado sudor y sangre reconocer: que tenía que ser fiel a su percepción de sí misme y que le importaba más ser fiel a eso que cualquier agresión o burla que pudiera recibir.
Historias como ésta son comunes en el sistema educativo, pero lamentablemente la mayoría de ellas pasan desapercibidas y muchas veces somos les mismes adultes quienes permitimos que eso así sea. Las aulas de toda escuela son espacios donde les niñes y adolescentes permanecen gran parte del día con otras personas con las que a veces sólo los une un número, su edad, y nada más. El modo en que cada niñe y cada adolescente ha sido educade, criade, el modo en que ha vivido su vida, las experiencias que ha tenido, los (des)intereses que puede tener, las (des)esperanzas y pensamientos que hacen a su vida son absolutamente distintos. Pensar que hay una sola forma de ser adolescente es un error.
Y reconociendo esto, queda claro que las aulas y las escuelas pueden ser un buen instrumento para la integración a partir de la percepción de que no somos todes iguales. Pero también pueden volverse en lugares altamente agresivos y peligrosos para quienes no se sienten aceptades. Y dolorosamente, esta segunda opción es la que ocurre con más frecuencia. A esto se le suma el hecho de que vivimos en una sociedad cada vez más aislada, en la que la individualidad de cada sujete se elabora más y más a partir del encierro sobre une misme, y donde la soledad es un fenómeno común. Si nosotres, adultes, con todos los instrumentos que podemos tener a nuestro favor, construidos a lo largo de nuestra vida, muchas veces nos sentimos soles y desesperamos por eso, ¿qué le queda a un niñe, a un adolescente que todavía está en pleno desarollo, qué no sabe qué es la vida realmente?
Claro que la escuela no es per se la única responsable del abandono o de la soledad que un adolescente pueda sentir: también está ahí el rol de la familia y de otras instituciones como el mismo Estado. Pero la realidad es que la escuela sigue siendo hoy en día el primer encuentro (muchas veces shockeante) que les niñes tienen con la sociedad. Allí aprendemos a convivir con otres, específicamente con todo lo bueno y con todo lo malo que eso puede significar. Esto quiere decir que las cosas buenas y malas que existen en el entramado social permean fácilmente a las instituciones educativas. Se hacen presentes en el modo en el que les niñes y adolescentes (¡y también adultes!) conviven, se tratan a sí mismes, abusan unes de otres, se burlan y se castigan entre sí o así mismes.
Fenómenos tales como la violencia verbal y física, las burlas y el hostigamiento, el acoso, el famoso bullying, incluso diferentes formas de abuso sexual son comunes en el ámbito educativo. En el mejor de los casos, la indiferencia de quienes nos rodean ante una agresión o burla debe dejarnos alegres porque significa una agresión menos. Y así, muchos de nuestres niñes y adolescentes crecen entendiendo que la vida es una lucha por la supervivencia. Tode aquel que no entre en los parámetros artificial y temporariamente impuestos por la misma sociedad deberá aceptar que su paso por la escuela no será fácil.
Niñes y adolescentes tímides, gordes, extremadamente delgades, muy inteligentes o no tan inteligentes, muy preguntones o muy callades, de piel más oscura o de ojos rasgados, de orígenes familiares no occidentales, de pasares económicos por debajo del estándar, de aspecto «rarito» o con cuerpos diversos, con orientación sexual no heteronormativa, de padres separades, quienes han sufrido algún abuso o tienen capacidades diferentes, niñes o adolescentes de personalidades inseguras, quiénes han sido dignosticades con alguna enfermedad o poseen alguna condición física o mental son sólo algunos de los miles de receptáculos en los que se puede ubicar a una persona para que eso sirva de excusa y así pueda recibir el maltrato, la discriminación o violencia de quien quiera ejercerla, desde compañeres, profesores, autoridades o incluso padres. A veces es mejor pasar desapercibide y agradecer no tener a nadie con quien contar porque ser reconocide por alguien puede ser a veces una cuestión de vida o muerte. En definitiva, corre peligro quien se opone a las reglas socialmente establecidas de éxito y normalidad.
Sí, está bien. El problema que aquí describimos no se origina en la escuela y tampoco es ella la responsable única de solucionarlo. Pero sí debemos, como adultes que somos, dedicar más tiempo de nuestras vidas a reflexionar y a accionar sobre este fenómeno porque estamos hablando de algo muy importante. Estamos hablando de la calidad de vida de nuestres niñes y adolescentes. Y también de cómo elles mismes crecerán sabiendo romper con las dinámicas de burla, agresión o discriminación que presencien en su vida o si crecerán aceptándolas y reproduciéndolas.
Como adulta yo misma, como parte del sistema educativo (que integro de alguna forma u otra desde que tengo 4 años) y como miembre de la sociedad toda, me propongo cada vez que puedo luchar contra las formas de violencia o discriminación que puedo presenciar, pero debo reconocer que no siempre he sido lo más efectiva que desearía. Esto es así porque, como ocurre con el patriarcado, las reglas de la «normalidad» en las sociedades en las que vivimos son como una marea que nos lleva por delante, que no nos da tiempo ni espacio para actuar, para transformar la realidad y para ser concientes todas y cada una de las veces de nuestra responsabilidad para crear un mundo más justo para quienes sufren. Muchas veces creemos que lo que podemos hacer no será nunca suficiente, que el cambio es tan profundo que ni sabemos por dónde empezar.
Pero también, como con el patriarcado, una vez que podemos observar lo enfermizo y lo peligroso de estas dinámicas (¡y que las mismas se den con tanta fuerza en el lugar donde les niñes y adolescentes se supone que están para aprender!), debemos hacernos conscientes y responsables de que el cambio está pura y exclusivamente en nosotres. Cuando nos ponemos las gafas violetas ya nada es igual. Preparémonos para tener un nuevo par de gafas a mano: las que nos hagan ver claramente cualquier forma de maltrato, intolerancia, hostigamiento y abuso que puedan sufrir niñes o adolescentes para nunca más permitirlo.
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