Muchas veces no nos escuchamos a nosotres mismes y nos rompemos. Llegamos al límite sin parar antes, sin hacer el cambio que deseamos. ¿Y si cambiamos el cuento?
Vivimos en la sociedad de “llena el momento”, “aprovecha el día”, “haz muchas cosas”. De hecho, cuando alguien nos dice -o nosotres mismes- un “es que no me da la vida” no lo juzgamos ni lo vemos como algo negativo. Está dentro de la “normalidad”.
Y ya sabéis qué haría yo con la palabra “normal”… mandarla en un cohete hasta Marte. ¡Bon voyage!
Estamos acostumbrades a parar, pero sólo para coger impulso. Paramos cuando no podemos más para coger aire, que bajen las pulsaciones, beber un poquito de agua y seguir adelante en el segundo en el que ya no sintamos el corazón saliendo por la boca.
Eso no es parar. O al menos no es real.
El otro día me di cuenta -y sé que no soy la única- que casi siempre que tengo vacaciones me pongo enferma. O me pillo el catarrazo del siglo, o me duele la espalda como nunca, o el baño se convierte en mi mejor amigo.
¡Pues ya es mala suerte! Uhm… ¿Seguro? ¿Y no será que mi cuerpo me intenta decir algo? ¿Puede ser que mi cuerpo me haya pedido un descanso, una pausa, un momento y yo no le haya hecho caso? ¿Igual tengo a las molestias amordazadas y ninguneadas porque “ahora no puedo”?
¿Y qué hace mi cuerpo? Esperar a que me lo permita… vale, ahora no hay obligaciones ni estrés, por lo que puedo enfermar tan a gusto. Sin explicaciones. Sin sentimiento de culpa. Me quejo un poquito en las redes y solucionado.
Y todo esto si tenemos el privilegio de tener vacaciones. Lo que implica tener un trabajo. Que no es moco de pavo.
No sólo necesitamos a veces parar por tema laboral. Ojalá. A veces ocurre con nuestra relación de pareja, con una amistad o con un tema familiar. Y muchas de esas veces no sabemos bien encontrar el botón del “pause” en el mando.
Lo ideal sería no llegar al límite. Permitirnos parar cuando detectemos las señales que así lo indican, igual que no entramos a una rotonda a 120 km/h. Pero para eso tenemos que tener los ojos abiertos y escucharnos.
Escuchar nuestro cuerpo. Qué nos transmite y por qué. Qué nos pide y porqué. Y darle una respuesta a sus preguntas.
Porque si no el final es el mismo: tiramos, seguimos adelante, nos creemos nuestra propia apariencia de que todo está siempre bien, no hacemos caso y un día nos sentimos rotes. Sin ganas, con dudas, en esa inmovilidad que produce la depresión cuando se asoma.
Si no puedo más en ese trabajo y por mucho que lleve años convenciéndome y vendiéndome -porque nos quejamos de la publicidad pero nosotres mismes muchas veces somos peores que el SPAM- sus ventajas y beneficios, haciéndome ver lo crudas que son las demás opciones. Dándome miedo, coartándome y, en cierta medida, chantajeándome. Igual es momento de que en la balanza ponga mi estado de ánimo, mi felicidad. Porque lo que es bueno sobre el papel no tiene por qué serlo en la vida, porque lo que les sirve a unes no tiene porque servirles a otres o, sencillamente, porque lo que te valía antes no te vale ahora.
Porque no somos les mismes siempre. Cambiamos, evolucionamos. Y si no vemos esto es que nos estamos negando crecer. Vivir.
Por eso tenemos que ser sinceres con nosotres mismes. ¿Es lo que me hace feliz? Y si la respuesta es no… ¿puedo cambiarlo?.
Ahí saldrá el mecanismo de defensa, nuestro yo más cruel, el que verá los impedimentos para todo, nuestra razón pero no por ello razonable. La diferencia es que ahora nos hemos escuchado y hemos visto que no. Que no nos hace felices, que no estamos tranquiles.
Entonces llega el momento de ver soluciones. Y siempre las hay. Y todas ellas supondrán un esfuerzo por dos motivos:
- Porque si hemos llegado hasta aquí haciéndonos callar a nosotres mismes es porque cambiarlo antes no era algo fácil.
- Porque probablemente el cambio nuestro entorno lo pueda ver como algo loco y no tan necesario. Que hay problemas mayores. Que no sé por qué te quejas si no es para tanto. Porque… Y vendrán con toda esa batería de frases que tú misme te echabas encima antes.
Pero lo bueno del movimiento es que va cogiendo su inercia y que, cuando te has dejado pensar en ciertas cosas, verbalizarlas, analizarlas, cuando te has escuchado y has visto que hay vida más allá, no puedes dejar de verlo. Y eso lleva a tomar decisiones. A seguir adelante.
Sé que no es fácil. Sé que a veces nos sentimos como quien se encuentra en la puerta de un helicóptero a punto de saltar. Sólo nos queda un paso. Pero qué paso.
Entonces te das cuenta de que no hay marcha atrás. No puedes recorrer el camino inverso al interior, vivir en el helicóptero que no te hace feliz no es una opción y, además, llevas un paracaídas estupendo: todo lo que sabes y sientes. Tu autoestima, tu confianza, tus ganas, tu motivación, tu ilusión.
Y sí. Está alto. Da vértigo. Todos los cambios lo dan. Ese momento se convierte en tu “un pequeño paso para mí pero un gran paso para mi vida”.
Te sientes Armstrong.
Saltas. Y vuelas.
Y te prometes que a partir de ahora te escucharás más. Que no te vas a llevar al límite. Que no te pondrás en la posición una y otra vez de saltar.
Porque siempre, en cierta medida, tendrás los pies a unos centímetros del suelo.
¿Te lo prometes?
4 Comentarios
Me viene como anillo al dedo. En casa estamos preparando varios saltos y qué miedito da… Por supuesto el entorno está con los “exagerados”, “esperad”, “si no estáis tan mal”… pero lo que escribes, no hay vuelta atrás.
Un abrazo
Ánimo, Marina! y que vaya bien ‘el salto’ 😉♥️
Hola! Amé tú artículo. Muy identificada y con muchas ganas de parar no solo para tomar impulso. Y con la mochila de «no puedos» y «tengo responsabilidades » a rastras.
En fin, es lindo saber que no soy la única. Pararé ni bien pueda, ganaría en salud mental y paz. Un abrazo desde Uruguay
Ánimo, fuerza y un besazo que llegue de España a Uruguay en un segundo 😊💜