¿Por qué tu abuela pone en jaque al sistema?

Una Frida nos comparte sus ideas respecto del activismo de nuestres jóvenes de la tercera edad que hoy nos enseñan a romper el sistema. Súper Paquita es nuestra heroína preferida. 

Fotografía por Miriam Sánchez M.

Súper Paquita y el conflicto capital-vida:

Súper Paquita, esa mujer que en un programa de la Sexta dejó sin palabras a varios tertulianos y economistas sentenciando «¡que tengo 91 años, pero no soy gilipollas», se ha convertido en toda una influencer. Pero, ¿por qué?

Paquita representa dos realidades en pleno proceso de conflicto: Por un lado es jubilada, y está viendo cómo después de toda una vida trabajando (fuera de casa), su pensión no le garantiza un merecido descanso digno. Pero también es mujer, lo que significa que ha dedicado buena parte de su vida a los cuidados, ese lado oculto del sistema, imprescindible para el desarrollo de la vida, pero sin regulación pública, sin remuneración, sin derechos sociales y sin descanso. Un trabajo que no permite constituirse como sujeto político de derechos.

Lo que Paquita pone en tela de juicio, como mujer y como pensionista, es la pregunta fundamental que debe responder todo sistema económico, político y social: ¿qué vida merece ser vivida.? La respuesta del capitalismo parece bastante clara: La vida que merece ser vivida es, simplificando mucho y como diría Amaia Pérez Orozco, la del hombre champiñón, es decir: la del hombre blanco, adulto, sin discapacidad, autónomo económicamente, heterosexual, que no cuida y que no necesita ser cuidado. Pero, ¿es realmente la vida, como se apunta desde el capitalismo, una experiencia de autosuficiencia?

Pues más bien al contrario, porque la vida es insegura, vulnerable y peligrosa. La vida sólo es posible si la cuidamos. La vida es, por tanto, una experiencia de interdependencia y ecodependencia conectada. El hombre champiñón no existe. Porque incluso ese hombre, habría necesitado cuidados desde que nació hasta que se hizo adulto y, probablemente, volvería a necesitarlos cuando llegase a la vejez. Para que esa vida pueda desarrollarse es imprescindible, por tanto, que se exploten otras vidas, las que el capitalismo entiende que valen menos: las de las mujeres, la de las migrantes, la de la clase trabajadora y la de la propia tierra que pisamos.

Celia Villalobos ya advirtió de que el hombre champiñón estaba en peligro de extinción, cuando dijo: «hay, ya, un número importante de pensionistas que están más tiempo en pasivo, es decir, cobrando la pensión, que en activo, trabajando.» Sólo que ella no se cuestionaba, ni se cuestiona, qué hacemos con todas esas personas que no pueden trabajar, ¿acaso no merecen vivir? Pero llegó Súper Paquita y contestó de manera tan sencilla como brillante: «¡sí, y qué culpa tengo yo, si no me muero!».

Crisis de los cuidados: no tengo ni bragas que ponerme.

Cuando voy a casa de mis amigas (que han podido emanciparse), todas tienen algo en común: como diría mi madre, están hechas unas zahúrdas. Pasamos todo el día fuera de casa currando y, cuando llegamos, lo único que queremos es tumbarnos en el sofá y hacer de todo menos limpiar, organizar las comidas de la semana o poner lavadoras. Pero el lunes llegará y, con él, el drama de que no tienes ni bragas que ponerte. Esto forma parte de una realidad mucho más compleja, que desde el feminismo se ha denominado crisis de cuidados, y que no es otra cosa que la manifestación expresa de la dificultad de cuidar y ser cuidadas, y porqué no, del autocuidado.

Y esto es importante, porque demuestra que el capitalismo necesita una estructura social que garantice que alguien se va a ocupar de esas tareas que ha decidido excluir de la vida económica, pero tienen que llevarse a cabo para que la sociedad funcione. Es decir, al igual que en el capitalismo, el conflicto de clase es irreconciliable; el conflicto de género también lo es. Porque el capitalismo es heteropatriarcal en sí mismo, requiere de opresores y oprimidas para sobrevivir.

La revolución será feminista o no será: hacia una lucha unitaria de ruptura.

Llegadas a este punto cabe preguntarse, ¿qué nos une a feministas y pensionistas?

Lo que nos une, es que ponemos en el centro del debate político que la economía tiene que ponerse al servicio de la sostenibilidad de la vida, y no al contrario. Es decir, que queremos trabajar para vivir, no vivir para trabajar. Y que «trabajo», son todos aquellos procesos que posibilitan la vida, que generan bienestar físico y emocional, y que esto abarca realidades que el mercado capitalista excluye y desarrolla de manera oculta.

La posibilidad de una organización alternativa de la sociedad que respete nuestros ritmos vitales, que no nos enferme de manera crónica y que no nos haga constantemente infelices, existe. Pero no es posible dentro del marco capitalista, porque el capitalismo siempre tendrá que explotar unas vidas para que otras pocas privilegiadas puedan ser vividas.

Pero pensar en estos términos implica cuestionar lo que se nos ha planteado siempre como lo único posible, y esto, para los pocos hombres champiñones que existen y que manejan el cotarro, resulta peligroso. Por eso las feministas y las pensionistas damos tanto miedo. Porque nuestra lucha, es una lucha compartida, de ruptura. Porque planteamos una pregunta muy básica, pero radicalmente revolucionaria: ¿a qué hemos venido aquí si no es para eso, para vivir?

Si nos quisieron egoístas, encapsuladas, desconocidas y pasivas; nos tendrán unidas, colectivas, sororas y revolucionarias.

Ana Delgado, andaluza

Trabajadora social 

@anaibarruri

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