Solas nunca más: hermanadas

Cecilia nos recuerda la importancia de aprender a estar juntas y luchar en conjunto por aquello que creemos necesario para cambiar esta realidad.

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Ilustración de Patricia Corrales

Esa es una rompehogares. Aquella anda con las nalgas al aire. Mirá cómo se viste de feo, toda tapada. Tener una mujer de jefa es peor que tener un jefe. Aquella otra es una ignorante. Poco sofisticada y bruta. Esa otra es una pendeja y de la vida no sabe nada. Mala madre, sale de noche y no cuida a sus hijos. Mala empleada, abandona su puesto de trabajo para estar con su familia. ¿Dónde se ha visto que una abuela no quiera a sus nietes? Si es abortera es asesina. Inmoral, hace de su cuerpo un objeto. Aburrida, se la pasa leyendo y no sale. Así nunca va a encontrar novio. Se le pasó el reloj biológico. ¿Dónde está tu instinto maternal? Tiene un marido para comprarse carteras. Tiene un puesto de poder pero no puede lidiar con los hombres a su cargo. Es una machona. Si es trans no es mujer. Si es lesbiana es masculina. Cuando sea grande ya se le caerán las tetas. Nadie la va a querer como esposa si es tan fácil. Nadie la a va a querer si no sabe cocinar. Nadie la va a querer si hace los goles ella. Nadie la va a querer si no estudia y se la pasa de joda. Nadie la va a querer si no es más dócil. Nadie la va a querer.

Ninguna de estas frases nos parecen nuevas o poco comunes. Todas hemos escuchado o recibido alguna de ellas, en la mayoría de los casos varias de ellas en diferentes momentos u ocasiones de nuestra vida. Las mujeres vivimos todo el tiempo bajo una permanente mirada externa (tanto de hombres como de otras mujeres) sobre nuestro comportamiento, nuestra identidad, nuestra historia o nuestra apariencia. Incluso somos a veces nosotras mismas quienes reproducimos esas frases o cuestionamiento sobre aquellas mujeres que no son iguales a nosotras o muestran otra forma de ser.

Uno de los principales elementos con los que cuenta el patriarcado para hacer que su base de poder sea extensa y poderosa, firme e incuestionable es el hecho de que por mucho tiempo las mujeres nos hemos visto a nosotras mismas como sujetes individuales, separadas unas de otras, juzgándonos unas a otras y a veces hasta aliándonos con hombres contra otras mujeres de las que, por alguna razón, queríamos distinguirnos o sentirnos superiores.

Nada de esto es inocente ni tampoco inocuo. Claro está, hay mujeres que pueden caernos mal o actuar de modos que no compartimos. Pero otra cosa diferente es sentir que cualquier mujer puede ser tu enemiga, tu competencia, tu amenaza. Crecemos creyendo que sólo nuestras amigas serán quienes nos entiendan y que con ninguna mujer podremos nunca experimentar sentimientos de compañía, comprensión, contención o empatía. El principal peligro para el patriarcado somos las mujeres unidas y fuertes, brazo en brazo, tal vez sin conocernos pero sabiendo que estamos ahí por la misma lucha.

En Argentina, el feminismo ha avanzado a grandes pasos en los últimos años. Todo lo que antes sólo un pequeño grupo de mujeres (y también disidencias) peleaban por establecer como agenda feminista hoy en día es acompañado y llevado adelante por grandes masas de mujeres jóvenes, adultas, de diferente origen, afro, indígenas, de condiciones socioeconómicas variadas, lesbianas, trans. La creación de una comunidad política y en pie de lucha ha comenzado a dejar muy lentamente detrás esa inculcada e impuesta idea de que es mejor ser aceptada por hombres que ser parte de cualquier grupo conformado por mujeres.

El 2018 ha sido un año que alteró profundamente nuestras vidas. Lo que empezó como un año más se convirtió para quienes nos entendemos feministas por fuera de las declamaciones vacías o de moda en un momento histórico. Los reclamos por el aborto legal, libre y gratuito dieron paso a una lucha organizada, colectiva, masiva y sostenida por meses. Cientos de audiencias, inolvidables voces que hablaron desde diferentes perspectivas sobre la necesidad de asegurar el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo nos enseñaron, nos enriquecieron, nos mostraron que hay argumentos con los cuales sostener nuestras convicciones y nos dejaron con ganas de más. Pero lo más bello e increíble fue lo que se vivió en las calles, las manifestaciones que agruparon a cientos de miles de mujeres de todo tipo nos permitieron sentir el calor de la hermandad incluso con quienes nunca jamás en la vida nos habíamos visto. Y cuando todo terminó, el sabor amargo del resultado nos golpeó pero supimos sentirnos abrazadas por cada pañuelo verde que aún hoy seguimos cruzando en las calles y esa mirada cómplice de «se va a caer».

Para muchas de nosotras, experiencias como la del año pasado son el punto más alto y emocionante de muchos otros momentos de encontrarnos en las calles con quienes compartimos una idea o una convicción. Pero para miles de otras lo ocurrido a lo largo de todo 2018 ha sido una experiencia nueva, única e inolvidable, una sensación que mezcla libertad, ganas de gritar, emoción, angustia y una nueva forma de fe en una fuerza que es más grande que cada una de nosotras por separado. Ser parte de esos momentos colectivos ha sido algo de lo que no se puede volver. El feminismo, bien lo sabemos, es un camino de ida.

Las transformaciones, cuando no son superficiales, llevan tiempo y mucho sudor. El feminismo no ha hecho otra cosa que venir a nuestras vidas para transformarlas. Enseñarnos que colectivamente somos mucho más fuertes que separadas. Que juzgarnos entre nosotras, imponernos destinos o exigirnos formas de ser son las armas con las que el patriarcado quiere que juguemos para que estemos separadas y no unidas. Entender que cambiar la realidad injusta y machista que vivimos depende en gran parte de nuestra visión colectiva de la lucha es esencial. Es necesario y muy importante reconocer la heterogeneidad dentro del mismo feminismo, pero resulta primordial ponernos de pie de manera conjunta y asimilar que nunca nadie hará nada por nosotras salvo que lo hagamos nosotras, juntas.

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