Una Frida escribe esta estupenda reflexión sobre la película Las horas.
(¡¡¡SPOILER con patas!!! Si en los 17 años que tiene esta joyita, no la has visto, ya estás tardando. Póntela, anda, o te la voy a spoilear entera.)
Estamos viviendo la cuarta ola del feminismo y la misma palabra está en boca de todos. El feminismo está a la orden del día en charlas, talleres, noticias diarias y programas electorales. Quien más y quien menos entiende o cree entender la lucha de las mujeres. Hoy en día no declararse feminista está mal visto, pero en los 2000 todo este rollo no estaba tan de moda. Durante mucho tiempo estuve dándole la tabarra a un conocido para que viera la película porque él era gran amante del cine y, para mí, este, un peliculón. El señor en cuestión estaba bastante acostumbrado a analizar argumentos, tramas y a ver cualquier tipo de género, así que en mi inocencia supuse que valoraría tamaña obra de arte. Tal fue mi desilusión cuando el señoro al fin ve la película y me dice que al final Julianne Moore había abandonado al hijo porque era lesbiana. Os podéis imaginar que casi me quedo calva al escuchar semejante idiotez. ¿Cómo puede sacar una conclusión tan obtusa y tan plana un tío que se supone que entiende de cine? Pues chica, sigue siendo un tío. En esos tiempos en los que el discurso feminista no estaba tan presente, este hombre no entendió una mierda y tuvo que tirar de la explicación más fácil. La vieja navaja de Ockham nunca falla. ¡Pues la cagaste, amigo! Que hay que explicarlo todo…
Bueno, se ve que todavía hoy hay muchísima gente que sigue sin entender esta película que, por otra parte, plantea temas de lo más actuales. Por un lado, tenemos a Virginia Woof en 1923, en la época en la que comenzó a escribir La señora Dalloway; después nos encontramos en Los Ángeles de los años 50 con Laura, una madre leyendo ese mismo libro y, por último, vamos al Nueva York de 2001, donde Clarissa encarna la versión moderna de la protagonista de la novela, la mismísima señora Dalloway. Las tres historias se entrelazan y forman un paralelismo a través del tiempo conectado por Virginia Woolf y su obra (no perdáis detalle a los relojes, las flores, los colores; todo un idilio cinematográfico). Tres mujeres en diferentes etapas de su vida, en diferentes ciudades y en diferentes tiempos y que, sin embargo, acaban sufriendo el mismo destino: vivir una vida que no han elegido.
Las tres encarnan personajes increíbles con un trasfondo brutal que te hace reflexionar constantemente sobre qué las motiva y cómo han llegado hasta ese punto, pero creo que el personaje de Laura es el que más me intriga porque trata temas que continúan siendo totalmente tabúes actualmente y plantea más preguntas que respuestas. Pongámonos en situación. Tras la segunda guerra mundial y después de una agitada primera mitad de siglo, lo único en que pensaba la sociedad americana era en la tranquilidad del hogar y en formar una familia perfecta. Las mujeres ya no se veían en la obligación de trabajar, ya que los maridos habían vuelto de la guerra y podían llevar el pan a casa mientras ellas se ocupaban de criar a los hijos con todas las nuevas comodidades del inicio de la era de la producción en masa y el consumismo. ¿Por qué no una lavadora, un frigorífico, una plancha? ¡Mucho más fácil para llevar adelante nueve criaturas!
En este escenario de posguerra en que se respiraba un suspiro en el aire y un esperado American dream, el deber de la mujer y su último fin era casarse, tener hijos, ser la ama de una casa perfecta en una urbanización perfecta y recibir al hombre en tacones con la cena hecha. La utopía del macho. Se constituía así el último escalón de la sociedad burguesa: la familia, la forma definitiva de organización social que privatizaba las relaciones en beneficio del consumo. ¡Festejo para el capitalismo! Con un ideal de sociedad inmejorable para el gasto y el despilfarro, la mujer debía ser cómplice, pues constituía la base esencial de estos planes satánicos. Así, a través de novelas y de la televisión, se promulga el modelo del ángel del hogar, según el cual la mujer debía ser ama de casa, madre abnegada y señora decente, pura y casta. Vaya época, hija. Y me quejo de la mía, en la que por lo menos puedo hacer topless.
Irati Fernández, en su tesis Feminismo y maternidad: ¿una relación incómoda? explica: Bajo el alegato a favor del niño que respondía a intereses estatales de aumentar y mantener la población, el discurso comienza a mitificar la maternidad instando a las mujeres a ejercer de buenas madres dadas sus virtudes naturales femeninas, entre las que se encuentra, el instinto maternal. La biología nos proporciona el instinto natural para ser fábricas de bebés (y desear serlo). Nuestro cuerpo es una vasija vacía predispuesta a ser llenada. ¿No se os viene nada a la mente? Porque a mí me suena mucho a una distopía digna de Gilead, una distopía muy ciudadana.
De este precioso y nada manipulador modo, la felicidad y realización de la mujer debían basarse en los cuidados, las tareas domésticas y la crianza de los hijos. El rol de la madre era biológico, dadopordiosnuestroseñoramén, y el rol de la mujer, uno: ser madre. Nadie lo cuestionaba, todas aspiraban a ese ideal ¡y que no se te ocurriera salirte de él, bruja!
Con este percal, a Laura nadie le dio a elegir, nadie le preguntó. Como tantas otras también hoy en día, seguramente ni ella misma se preguntó qué quería hacer en la vida, seguramente ni lo supiera. La maternidad no llegó como liberación ni como culmen de la madurez. No ser feliz con lo que no puede ser otra cosa que la felicidad, según la norma social, solo puede hacerla sentir un fraude y un fracaso. ¿Por qué no es capaz de construir esa casa perfecta? ¿Por qué no le basta con el sueño americano? En la película, hay una metáfora genial cuando intenta hacer una tarta para el cumpleaños de su marido y vemos este diálogo:
– Se unta el molde con mantequilla.
-Ya sé con qué se unta, cariño, incluso mamá sabe eso. […] Ahora lo siguiente que voy a enseñarte es a medir con el cazo.
-Mamá, eso no es tan difícil.
-No, lo sé, sé que no es difícil. Es que yo quiero hacerlo por papá.
-¿Porque es su cumpleaños?
-Exacto. Hacemos el pastel para que sepa que lo queremos.
-¿Y si no, no sabrá que lo queremos?
-Exacto.
A continuación, una amiga llama a la puerta.
–Vaya, has hecho un pastel.
-Sí, ya. No ha quedado bien. Creía que quedaría bien, que quedaría mejor que eso.
-Laura, ¿por qué lo ves todo tan difícil?
-No lo sé.
-¡Cualquiera puede hacerlo!
-Ya lo sé.
-Todo el mundo puede. Es ridículo lo fácil que es.
La conversación con su amiga no hace más que reforzar la misma idea de culpabilidad, de ridiculez. Llega para decir: Chica, no es tan difícil crear un hogar. No seas tonta. La condición natural de la mujer a ser madre y su no-existencia si no lo es. Ella representa el modelo perfecto del ángel del hogar: llega de punta en blanco con una sonrisa enorme mientras, por dentro, grita y se arrastra por el suelo porque lo que más desea en el mundo es tener hijos. Abnegada a su función, lo oculta todo decentemente bajo el pintalabios de un casto rosa pálido y enuncia la idea que la desgarra, que las desgarra a ambas: Una no puede llamarse mujer hasta que es madre. Esta idea no la deja sentirse completa sin la maternidad mientras que Laura no puede sentirse completa con ella. Así aparece la culpa. La culpa de la mala madre que no quiere lo suficiente a sus hijos, que no es feliz, que no se ve capaz de cuidarlos y darles todo lo que necesitan. La culpa de la madre que es incapaz de cuidar.
La tarta no sale bien. No llega a la perfección necesaria para ocultar el vacío más profundo que le produce su vida hogareña. No sabe ni hacer bien una tarta. Tras el sabor amargo que le deja esa conversación, se recompone rápidamente ante los ojos atentos de su hijo y anuncia: Vamos a hacer otra tarta; que imita a la perfección a la señora Dalloway al comienzo del libro cuando decide, en su negación y represión de sentimientos, comprar las flores ella misma.
La conclusión que sacó mi conocido no parece del todo descabellada para un espectador florero. El espectador se siente como el niño pequeño que mira sin entender porque es incapaz de ponerse en la piel de la madre que se ahoga. En la escena final de la peli, cuando una envejecida Laura (la abandona niños – mala madre) llega a casa de Clarissa tras la muerte de su hijo, la hija de Clarissa declara que ha llegado el monstruo. En todo momento, hemos visto a Laura desde un prisma de compasión, hemos visto su versión, pero es en esa escena final cuando por fin habla y explica sus razones y te pone los pelos de punta, hermana:
Hay momentos en que estás perdida y crees que lo mejor es suicidarte. […] Quizás sería maravilloso decir que te arrepientes. Sería fácil. Pero ¿tendría sentido? ¿Acaso puedes arrepentirte cuando no hay alternativa? No pude soportarlo y ya está. Nadie va a perdonarme. Era la muerte, yo elegí la vida.
En esa conversación final, Laura le dice a Clarisa muy efusivamente que claro, ha leído todos los poemas de Richard (su hijo) y el libro también. Es la escena de reconciliación. Laura refleja el orgullo que siente por su hijo, al que ha seguido la pista y al que sigue queriendo. La imposibilidad de ejercer como madre no le impide quererlo. No es un monstruo desalmado y egoísta que quiere asesinar a toda la humanidad. Quiere a sus hijos, pero no puede cuidarlos. En su brutal versión de los hechos, nunca se excusa. Los quiere desde la distancia. Me recuerda muchísimo a la escena de la serie Good Girls Revolt en la que una madre se sincera: A veces grito a mis hijos como [mi madre] nos gritaba a nosotros. Y luego me pregunto: ¿por qué lo hago? Y les miro y pienso que yo no elegí tenerlos. Les quiero, pero no elegí tenerlos.
Poco después, la hija de Clarissa le prepara la cama a Laura para pasar la noche y la abraza. A pesar de todo, sigue siendo una madre que acaba de perder a su hijo. Esa pequeña muestra de cariño es el último eslabón, el que cierra el círculo y reconcilia la idea del monstruo abandona hijos con la anciana de ojos tristes que vemos. Clarissa sonríe y apaga la luz del pasillo. Deja atrás el pasado. Vuelve a sentir que vive.
Para mí, Las horas es insuperable por la fuerza y, al mismo tiempo, la sutileza con la que cuestiona el rol de la madre y el papel que una mujer juega en él. Esencialmente, el papel que juega una mujer en su propia vida. Laura no huye por rebeldía, sino por verse en la incapacidad más absoluta, en la depresión más honda. Como ella misma dice, es una situación de vida o muerte. Así, se plantea la maternidad sin emitir ningún juicio o, quizás, reconciliándose con el juicio que antes había emitido y, ahora, reconoce su error. La maternidad no es biológica ni natural. La maternidad no está implícita en el hecho de ser mujer. La maternidad es preciosa, si es elegida. Nunca fuerces, nunca obligues, nunca culpabilices, nunca juzgues. De esta forma, Las horas empodera a la mujer para elegir su propio camino. Y por eso, amigas y conocido, este es un peliculón; por eso, este es un cine que merece la pena.
Iris César del Amo. 28 años, Cádiz
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