Una Frida (Daniela) nos comparte un hermoso relato sobre sufrimiento y cómo se siente cuando te quitan la libertad. ¿Eres tu la culpable de ello?
Había una vez una leona, algunos decían que era la reina, se paraba junto al rey de la selva.
Ella tenía que mantener cierto status, ya que todos los días por la mañana el rey se paraba junto a ella a decirle buenos días a todos los otros animales, las jirafas, las cebras, los pájaros, todos la veían con admiración.
Ella era hermosa, fuerte y feroz. Todas las otras leonas e incluso otros animales, aspiraban a ser como ella. Tenían toda la razón de querer ser así, su vida era perfecta, era la reina, lo que significaba que era esposa del rey, el más guapo, inteligente y de la mejor melena.
Pero ella no veía así las cosas. No sabía por qué todas las demás querían ser como ella, para su punto de vista, su vida no era perfecta. Implicaba demasiado esfuerzo ser la reina, ya que todos los días tenía que levantarse y cazar algo para que todos los demás comieran, y no solo tenía que ser algo de comer, sino tenía que ser lo mejor de lo mejor, una cebra gorda con mucha carne que abasteciera para todos los demás leones.
Cuando ella no tenía una caza exitosa, los otros leones se molestaban con ella, en lugar de agradecerles de haber traído algo bueno todas esas otras veces.
Mientras ella hacía todo esto, el rey dormía tranquilamente, pero por alguna razón todos los agradecimientos, de lo bien que se encontraba la selva, iban para él, aunque él solo fuera una figura de poder y no hiciera nada. Esto la hacía enojar mucho, pero no hacía nada al respecto “así es la vida” “así tiene que ser” se repetía poco convencida.
Así pasó una gran parte de su vida, desde que fue considerada adulta.
Un día mientras iba a su caza mañanera, vio la luz, dijo no quiero estar haciendo todo por los demás, voy a hacer algo por mi. Salió de su zona de confort y decidió ir más profundo en la selva, a donde nunca había ido.
Ella corría con felicidad mientras gritaba “soy libre”. Seguía corriendo, ya había perdido la cuenta de cuántos kilómetros llevaba. Mientras iba más y más lejos noto algo extraño, un dolor incomprensible en su pata derecha. “¿Qué está pasando?” “Tal vez que corrí demasi…” antes de que pudiera terminar la frase, cayó al suelo y el mundo se le apagó.
Habían pasado ya un par de horas cuando pudo abrir los ojos. Todavía se sentía un poco confundida. Cuando si visión era clara, se dio cuenta que estaba en un lugar totalmente desconocido. Había una barras grises frente a ella, unos simios sin pelo que parecían observar con emoción, a sus costados se encontraba otra leona dentro de las mismas barras grises que ella.
Uno de los simios le dijo al otro “Oye ya despertó la leona, hay que empezar”. De repente una puerta la deja salir, ella estaba lista para el ataque pero se dió cuenta que tenía una de sus patas traseras encadenada a uno de los tubos de metal y que su boca había sido reprimida por otro objeto de metal, que no la dejaba ni abrir la boca.
Uno de los simios la agarró, mientras el otro se tomó fotos con ella, parecían muy divertidos. La empezaron a examinar, tocando todo su cuerpo, le pusieron jeringas, la cortaron, la amarraron. Ella quería gritar “no me toques” “no me hagas daño” “déjame en paz”, pero sus gruñidos no se escuchaban tras el bozal.
Ella sólo pensaba que todo esto era su culpa, si hubiera seguido su camino normal de todos los días y hubiera ido a cazar, nunca hubiera terminado en esta situación.
“Es mi culpa” repetía.
Daniela Vinay
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