Mireia nos habla de la ciudad de papel, una ciudad utópica donde la naturaleza y las personas desplazadas cobran protagonismo.
Hubo un tiempo en que éramos nómadas. Andábamos por el territorio tomando referencias que poco tenían que ver con el mundo humano. O quizás es que en aquel entonces lo humano y lo natural se configuraba como una entidad completa. Sin divisiones ni tensiones.
En algún momento apareció el lugar. Los elementos del entorno pasaron a tener significado. La roca a la que se llegaba tras cantar una canción a un ritmo concreto, el bosque al que se llegaba marcando un paso, el lago que se encontraba al finalizar un trayecto era el lugar que marcaba un hito. El destino que había movido el grupo.
Apareció, como digo, el lugar y con él el territorio cambió de sentido. Era más humano. Más interpretable.
Y con eso andamos ahora que ya poco tenemos de nómadas.
Ahora la realidad está llena de lugares que también pretendemos descubrir y descifrar: lugares personales y también lugares comunes. Hay lugares íntimos que mantenemos en secreta discreción para que sigan siendo así. Como la mesa de aquel bar donde nos gusta ir a besar o la cala de Almería donde nos pasaríamos la vida entera, sin ropa. El regazo de la madre y el sofá de casa una tarde de invierno. Se trata de lugares personales llenos de silencio y otras veces de palabras. Algún que otro grito y mucho, muchísimo contenido. Que no contención. Aunque también pudiera haberla.
Claro que también existen los lugares comunes vividos. Los que existen realmente y a los que te afanas a buscar una y otra vez de forma compartida. Que sé yo: las primeras fiestas de pueblo. Un ataque de risa durante la época de estudiante que hace incomodar a toda la clase. Ver estrellas caer mientras se bebe vino…Hay otras menos divertidas pero igual de estimulantes: la manifestación y el desacato. La desobediencia. (¡Es ley!)
Existen los lugares comunes favoritos. Esos que cuando te juntas con alguien de tu confianza, aparecen. No tienen porqué ser reales, ni presentes en ese momento. Las palabras los hacen aparecer.
Hay quien dice que estos lugares comunes son tópicos y sitios a evitar. Como si aquello repetido tantas veces careciera de importancia. Otras creen que ¿para qué evitar estos sitios? Si de lo que se trata es de conversar. De dialogar y encontrar tus ideas en relación a las de otras.
A veces el lugar de partida de cada cual no se parecen en nada y entre dos versiones se esboza una tercera con matices encontrados. Entonces es como si se dibujara un lugar que no existía. Como ese juego en el que llegas a un isla desierta y construyes allí tu casa. Y la haces a tu gusto y la pintas con el líquido que extraes de las flores. Y las puertas son ramas de un árbol encontrado en la selva.
También empezamos a dibujar nuestra realidad cuando detuvimos nuestro andar y así todos los lugares que existen quedaron detallados en los mapas.
Así somos, vivimos sujetas a nuestra realidad e imaginando lugares que no existen. Como ciudades de papel. La utopía es una ciudad de papel. No es aquella que dices “aquí me quedo, este es mi lugar” si no que es aquella que podría llegar a ser.
El poder de la ciudad de papel es que no la piensa solo el hombre trabajador de clase media sino que también la pintan y dibujan aquellas personas que nunca tuvieron lugar: les niñes con su propio andar. Las abuelas y abuelos en su mirada reposada. Embarazadas, mujeres en general, púberes y demás.
Y así, rápidamente, el gris del asfalto toma otra tonalidad y se le reclama color verde. Verde de plantas. Verde de enredaderas. De campos en los que cazar insectos y árboles a los que trepar. Las carreteras molestan y los coches, más. A la noche se le pide más seguridad. Parques iluminados a los que poder cruzar. Que los bancos de las calles puedan ser sofás. Plazas en las que poder estar. Fuentes de agua mineral.
Nunca se anda sola en la ciudad de papel y las calles se trazan desde el caminar.
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