A raíz de un encuentro fortuito en una consulta, Emma reflexiona sobre cómo las mujeres no somos tan diferentes y debemos sufrir el peso del cuerpo normativo.
Hace unos días o quizás unas semanas me ocurrió una cosa que no me saco de la cabeza. Lo pienso en bucle. Probablemente todos los días me venga a la mente.
Primero, me dejó sorprendida. Con el paso de los días, fui reflexionando sobre ello hasta la rabia que hoy tengo, que, por supuesto, se ha convertido en un camino por el que seguir mi revolución:
Era lunes y yo, desde hacía un mes, tenía agendada cita con mi psicóloga, como todos los meses desde hace unos cuantos años. No tenía excesivas ganas de ir, justo me había tocado una hora rara.
¿Quién va a terapia a las 15:30? Bien, me dispuse a ir. Me abrigué mucho, cogí fuerzas y salí hacia el bus.
Llegué al hospital de día en el que tanto tiempo pasé en una etapa anterior de mi vida. Todo seguía la misma dinámica de siempre: llegas, esperas a que te atiendan en la salita, te llaman, subes en el ascensor, saludas y ya vamos a la sala de pesos.
Sí, es un hospital de día para superar trastornos de la conducta alimentaria (TCA).
Entré, me desvestí, me subí de espaldas, bajé y me vestí. Hoy eso está bien porque esa guerra ya la gané, pero cuánto dolía hacerlo.
Salí de la sala de pesos y mi psicóloga cerró la puerta. Todo continuaba en la misma línea de siempre: ella tarda en encontrar la llave y yo espero pacientemente mientras pienso en las cosas que me gustaría hablar con ella y mejorar.
Entonces este lunes que estaba allí, ensimismada con mis pensamientos, veo que salen las últimas chicas de terapia y, muy amables, saludan a mi terapeuta.
En general, no me fijo mucho en las chicas de allí, no quiero incomodar a nadie, pero cuando la vi, nos miramos sabiendo que nos conocíamos de algo, en algún lugar habíamos coincidido. Mi psicóloga devolvió el saludo y mencionó su nombre. Ya está. Ya sé quién eres.
Me acababa de cruzar con una chica con la que he compartido aula en la universidad. Esa chica se graduó conmigo, hicimos los exámenes juntas, entramos a la carrera el mismo año. Esa chica está sufriendo lo mismo que sufrí yo.
Cuando llegué al hospital porque estaba muy enferma, me encontré con una chica que iba a mi colegio. Cuando entré al hospital de día, me encontré con otra chica diferente que también era conocida mía.
Ahora que estoy en consultas ambulatorias, paso por allí una vez al mes y me encuentro con una chica que ha estudiado conmigo la carrera.
Quiero dejar de ver sufrir a las mujeres. Es más, esta chica pasó delante de mí durante 4 años de carrera y ni ella supo que yo sufría tanto ni yo que ella tenía ese dolor tan grande.
Deseo que las mujeres dejen de fingir que las cosas no duelen, esa es mi utopía.
Ansío que no exista más presión social, que no existan ni estándares ni cánones, no tener esa necesidad de echarnos las cosas a la espalda y tirar hacia delante porque, si no, eres una exagerada, una histérica, estás loca.
Me gustaría que la nueva moda fuera quererse, que nos veamos radiantes y nos lo creamos, que nos una la hermandad entre mujeres y no vayamos con cuchillos por si acaso.
Quiero el fin de estos trastornos de la alimentación, que rompen familias, parejas, que te quiebran por dentro, te hacen sentir sola y acabas creyendo que, únicamente, eres enfermedad.
Necesitamos un cambio en la sociedad porque yo quise ser la última en tener que ingresar, pero, tras de mí, vinieron otras muchas mujeres sintiéndose culpables, poniendo la responsabilidad en la comida o en su cuerpo cuando, verdaderamente, fue o fuimos toda la sociedad quienes las mandamos allí.
Fue el bullying, el acoso, el machismo, la LGTBIfobia, el no tener normalizado que existe la diversidad.
¿Cómo hemos llegado a instaurar en nuestras mentes, en nuestras casas, en nuestros cuerpos, en las calles, en la cultura que tenemos que encajar en algo? ¿Y cómo vamos a encajar en algo tan escueto?
No hay espacio para todas las personas en eso que supone ser “la norma”, “lo ideal”.
Yo he viajado desde el “no me quiero” hasta el “no habrá una sola persona que no se quiera”. Y, por favor, dejad de vendernos que os gustamos porque “somos diferentes” cuando no, no se acepta la diferencia y no, no somos diferentes.
Todas vivimos con el peso del patriarcado en nuestras espaldas y ¿sabéis qué? Eso se va acabar muy pronto.
Hace un tiempo, comencé por abandonar los exámenes de autoevaluación porque yo era la profesora más exigente.
Dejemos de ponernos pruebas a nosotras mismas para ver si somos válidas, si somos las más todo: las más guapas, las más listas, las más bondadosas, las más agradecidas, las mejores hijas, madres o nietas.
Yo digo fin a estos controles que te pones a diario, que lo único que hacen es bajarte tu propio autoconcepto.
Hoy quiero contribuir a mi bienestar y tenderme la mano, ser amable conmigo misma y con las demás.
Me hace feliz ver en quién me he convertido, simplemente dejando atrás mis propios malos tratos, mis comentarios negativos y mis reproches por tantas cosas que, realmente, no son tan importantes.
Intento a diario que sea pasado el vivir en una continua competición, conmigo misma y contra otras. Ese juego lo he ganado y sólo ganas cuando decides abandonarlo y ponerte a ti y a tu salud mental por delante.
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