De la soledad a la sororidad

Una Frida se abre a contarnos su experiencia personal y cómo desde la oscuridad más profunda pudo renacer y recrear su propia utopía.

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Ilustración de Yolanda

Fue cuando me quedé sola, sin nada ni nadie, que me re-encontré conmigo misma, con quien soy, de dónde vengo, a dónde es que quiero ir y la forma en la que pretendo seguir caminando y habitando esta vida.

Hace un año que terminó y comenzó todo para mí. Para aquel entonces, me encontraba trabajando fuera de mi cuidad natal, a tan sólo unos pocos kilómetros de distancia, pero a cientos cultural e ideológicamente, de lo que yo estoy dispuesta a aceptar como formas dignas de vida. En esos momentos colaboraba para una Asociación Civil que desarrolla proyectos sociales para promover la reconstrucción del tejido social en comunidades seriamente afectadas por diversas formas de violencia, en sus distintas esferas sociales (familiar, comunitario, institucional, etc.).

Sucedió que, después de casi un año de estar trabajando, inmersas principalmente en cuatro barrios de la cuidad, mis compañeras y yo fuimos víctimas de difamación. Nunca antes en mi vida me habían calumniado, al menos sin que yo me diera por enterada, ni muchos menos con la magnitud y forma en la que ocurrieron los hechos. Se nos condenó de haber realizado orgías, embriagarnos y meter hombres en la vivienda que nos habían proporcionado por parte del mismo proyecto. Como la ciudad en la que nos encontrábamos es mayormente religiosa y conservadora el escrutinio y la condena fueron mayores de lo que quizá en otro contexto hubiera ocurrido. 

En lo personal me afectó sobremanera porque significó una descalificación a mi persona, mi trabajo, esfuerzos y acciones (que no habían sido menores), pasando éstos a segundo plano, para ser evaluada y juzgada por una serie de comentarios fuera de lugar y que, para colmo, eran completamente falsos. Además de que a raíz de todo esto, hice consciencia de las diversas formas de violencia a las que había estado sometida durante todo ese año, por parte de la misma comunidad e instituciones con las que colaborábamos y por la misma asociación para la que laboraba. Fue un golpe muy fuerte reconocer todas las acciones violentas que soporté sin haber levantado mi voz lo suficiente como para que se detuvieran o al menos se visibilizaran. Como era de esperarse, renuncié a mi trabajo y salí lo más pronto que pude de la ciudad.

Además, para las mismas fechas, mi pareja sentimental, con la que me encontraba compartiendo poco más de 5 años, me pidió dar por terminada nuestra relación. Fue en un momento en el que aparentemente todo se encontraba bien, de hecho, estábamos comenzando a planear vivir juntas, emprender en conjunto un proyecto que representara ingresos económicos para ambas y en un mediano plazo casarnos. Las razones de ella para terminar no fueron del todo comunicadas con claridad, pero sí entendibles y dignas de ser respetadas.

Paralelamente a mi trabajo en la Asociación Civil, yo junto con otras dos grandes amigas, pretendíamos realizar, desde nuestras áreas de conocimiento, acompañamiento a una comunidad que se encuentra en proceso de lucha y defensa por su territorio ante un proyecto de despojo y destrucción. Intención que no llegó a desarrollarse en colectivo, como era el plan; ya que debido a unos malentendidos que, hasta la fecha no han sido del todo aclarados, una de mis amigas, decidió terminar con nuestra amistad argumentando que no sentía fuera yo un espacio seguro para ella. Recuerdo que ese último año juntas fue el más cercano e íntimo que tuvimos a lo largo de toda nuestra amistad.

Finalmente, yo no me encontraba en mi mejor momento con mi familia, mi mamá y mis hermanas; la distancia geográfica y de ideas (soy la oveja feminista de la familia), habían ocasionado poca cercanía entre nosotras y me generaba pensarles, a ratos, como completas desconocidas para mí. Así que la idea de volver a casa y refugiarme en ellas no era del todo atractiva ni suficiente.

Ante todas estas escenas descritas, comencé el 2020 sintiéndome perdida: todos los planes, lugares, personas que había contemplado para ese año, en un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido. Ya no tenía nada certero, parecía que no había espacio para mí en ningún lugar, amores y amistades terminadas, me encontré en un limbo sin aparentes señalamientos para salir de ahí. 

Yo estoy segura, y a la distancia puedo afirmar, que logré ver una luz, un camino que se despejaba de entre tantas nubes densas, gracias a un retiro que viví en completo silencio durante una semana. Por las virtudes propias del silencio, la meditación y la contemplación, me di cuenta que el único camino que quedaba para mí, era hacía mi propio centro. Reconecté, con una espiritualidad que creí desde hace mucho tiempo apagada. Recordé como un mantra sagrado las palabras que me había dicho una maestra muy querida por mí, “toca volver a la raíz”. Y aunque en ese momento no quedaba claro cómo podría hacer eso, el instinto que cada una de nosotras tenemos, por la vida, me llevó por un camino de enseñanzas a lo más profundo de mis territorios como nunca en mis 30 años de vida. 

En un ritual, junto al fuego, pedí a la divinidad aprender sobre el amor, y con esa consigna a mis espaldas, comencé un camino de un año en el que viví en tres diferentes comunidades indígenas de mi país, realizando trabajo solidario a cambio de alimentación y hospedaje. Me recibieron caras nuevas, proyecto hechos desde el amor, aprendizajes diversos y un constante ir y venir hacía mi centro, mis memorias, mi historia personal y familiar, mis ancestras y ancestros, mi relación con la naturaleza, con lo espiritual y con la divinidad.

Y si bien entorno al amor aprendí y se pueden aprender muchas cosas, yo rescato tres principales:

El amor nos potencializa, siempre nos suma, nos da para ser mejores. Y aunque esto pareciera trillado, cuando una ve terminada su vida como la concebía hasta ese momento, pareciera que se va junto a todo lo que se le desprende, lo más valioso que nos conforma. Te encuentras culpándote por lo que se ha ido, personas y proyectos, te miras a ti misma desde la duda, pensando si no tienes lo suficiente para que los amores, amistades y proyectos prosperen en tu vida. Piensas sí eres tú la que está mal, qué te falta, qué te sobra, de qué habilidades dones y talentos careces. 

La potencialidad del amor te lleva re-descubrirte, reconocer tus dones y talentos, comprender, que, como todas las personas en esta vida, tienes un por qué en este mundo, una misión, un sentido y fundamento, que sólo tú puedes llevar a cabo, no porque no haya personas más hábiles o mejores que tú, sino porque tus peculiaridades te hacen desarrollar esas habilidades de una manera que nadie más en este mundo podría hacerlo. Comienzas pues, a sumarte a ti misma, dejas de culparte y comienzas a desempolvar lo que tienes para ofrecer desde el servicio amoroso a las y los demás. 

El amor no juzga, es una energía sin juicios, ni preguntas capciosas o desdeñosas. Esta cualidad del amor comprende verte a ti misma, con tus luces y sus sombras, sin juzgarte ni ponerte etiquetas, sabiendo lo que hay; que eres responsable, comprensiva, atenta, inteligente, tolerante, apasionada; pero también vanidosa, egoísta, orgullosa, soberbia, en ocasiones perezosa y un tanto cobarde. Pero todo lo anterior no te hace enaltecerte ni juzgarte, más bien te lleva a la consciencia plena de quien eres. A saberte mujer, digna y merecedora de amor.

El amor es compasivo, acompaña y se padece con alguien que sufre, e impulsa a aliviar su dolor, a remediarlo o evitarlo. Esto significa, en primer lugar, compadecerse de una misma, conectar con nuestra parte vulnerable, sabernos seres frágiles que podemos ser o sentirnos lastimadas, heridas; y desde ahí cuidarnos, acogernos a nosotras mismas, desde el dolor. Pero también implica dejarnos acompañar, que otras personas en nuestro camino nos acojan en su pecho y nos consuelen en nuestra tristeza. La compasión del amor significa caminar tanto en nuestra soledad, como en la solidaridad con las otras y otros. Sanar nuestras propias heridas, permitir los cuidados de otras personas y contribuir a la sanación de quienes así nos lo requieran.

El amor así, se vuelve un camino utópico hacía nuestro propio centro, en donde nos podamos reconocer y recorrer a nosotras mismas, bajo una mirada compasiva, sin juzgarnos ni desdeñar lo propio, potencializando nuestras energías, no para quedar en un perfecto estado sólo para nosotras, sino para desde el amor, compartirnos con otras y otros y contribuir a la construcción de un mundo digno y justo para todas las personas que lo habitamos. Un mundo utópico, que a modo del zapatismo, sea un mundo donde quepan todos los mundos.

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Carmen Guzmán, (30), Jalisco, México.

Facebook: Carmen Guzmán.

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