Irene nos invita a reflexionar sobre sentirnos parte de un todo, de lo colectivo para poder repensar la realidad.
Ya hace un rato que ha amanecido. No obstante, es ahora cuando el sol ha decidido salir con toda su fuerza para darnos los buenos días a todes les andarines que paseamos de buena mañana por la ronda que bordea el pueblo. Este camino se ha vuelto una especie de ritual terapéutico para mí, donde me preparo para un nuevo día dejando una jornada más. En él puedo observar cultivos brotando, molinos mallorquines, gallinas sueltas aunque no libres, desconocides que se han vuelto compañeres de andaduras y mi parte favorita, bandadas de ovejas a las que me encanta contemplar. Es aquí frente a ellas donde decido parar a inspirarme. Con toda su inocencia clavan sus ojos en los míos, expectantes a mis movimientos para así ellas poder determinar los suyos. A medida que me acerco pausadamente, empiezan a alejarse en bloque.
Es entonces cuando empiezo a conectar sus actos con los nuestros. Esa manera instantánea de desconfiar de los estímulos externos, de lo no común. Ese modo casi humano de buscarse entre miradas cómplices antes de dar un paso en falso hasta que se aseguran de que no van a ser señaladas. Ese pánico a perderse, salirse del núcleo o quedarse atrás. Ese afán de no atreverse a arriesgarse, a apartar al diferente por miedo y que este a pesar de sentir ese rechazo se quede inerte junto a todes les demás, prefiriendo la sensación de pertenecer a un colectivo que no le acepta antes que hacerse cargo de su unicidad en soledad.
Resulta paradójico apreciar como aún siendo multitud siguen firmemente, mediante una especie de mecanismo inducido, los ladridos fieles de ese perro protector que no deja de someterles mientras él también es condicionado por el amo que camina a su lado. Son muchos los animales que se mueven por grupos, sin embargo, no recurro a pensar en manadas de elefantes cuando pretendo comparar nuestra sociedad con la fauna del mundo. Aunque mis corazonadas siempre me lleven hacia lo nuevo y lo desconocido, mi mente sigue decantándose por lo simple y lo ordinario de volver a lo ya establecido.
Y qué más normalizado que un rebaño de ovejas para una descendiente de familia de pastores como la mía. Como ya sabemos, en nuestra cultura existen innumerables fábulas, frases hechas, metáforas e hipérboles que utilizan a este animal como referente para describir comportamientos humanos. Incluso en las tres religiones más importantes ésta cobra un papel importante en los libros sagrados y sin embargo, hasta este instante no le había prestado atención a esta similitud tan patente. Casi sin querer, me adentro en una insondable reflexión cruda, aunque real de lo que significa para mí la palabra colectividad. Empezaré prometiéndome a mí misma olvidarme del peligrosísimo «yo «, centrándome en el ansiado y posible » nosotres», enfocarme en el sentido común invisible pero esperanzador que reside en nuestra manera de relacionarnos, aunque a veces cueste identificarlo. Intentaré no caer en la trampa injusta y necia de generalizar, eligiendo siempre el respeto como ética moral y conductual en todas y cada una de mis intenciones. Entender lo que nos resuena o nos conviene, es muy sencillo. El trabajo empieza cuando sin comprender ni obedecer logramos respetar. Aprender a escuchar, olvidándonos completamente de lo que nuestra voz interna nos dice mientras le otre habla.
Escuchar bien implica silenciarnos. No existe diálogo sano sin atención plena, no puede haber comunicación sin una cierta consideración por la información que le otre nos brinda y seguramente el mayor respeto que nos podemos otorgar a une misme es aprender a escuchar lo que nos negamos a entender. Estamos acostumbrades a querer obtener en vez de empezar a crear. A querer recibir en lugar de dar. A la ley del mínimo esfuerzo esperando recompensas tangibles. A dejar de lado lo gradual y prolongado por lo inmediato y superficial. Deseamos querer hacer eterno lo estable sin ser capaces de experimentar la inseguridad de sentirse débil e indefenso ante los desafíos. Lo queremos todo y lo queremos ya. Cuanto más, mejor. Calidad, siempre. Demandamos a les demás lo que no somos capaces de darnos. Nos exigimos lo que nos gustaría poder aportar a le otre desde la vanidad de realizarlo sin que nos genere dificultad alguna.
Visto así podríamos decir que vivimos completamente en un mundo egoísta y eso no nos hace crueles, al contrario, nos equilibra. Nos pone en nuestro sitio, de igual a igual. Todos tenemos algo en lo que indagar y trabajar. Todos a la par tenemos mucha faena por realizar. Buscamos culpables fuera, victimizándonos por dentro. Nos han enseñado a eso. A no responsabilizarnos de lo que otros » nos hacen». Evitando el conflicto interno, proyectándolo constantemente en lo externo . Y es ahora cuando vuelvo a pensar en las inocentes ovejitas, en el perro guardián, en el lobo acechador y en el humilde pastor. Requiere de tanta valentía juzgar los errores de los demás como de tanta humildad reconocer los que uno comete. Tiramos balones sin resaltar que han sido hinchados y explotados por nosotres también. Nos refugiamos en nuestros ideales, eligiendo a líderes en los que no confiamos. Defendiendo ideologías que nos alejan de nuestra esencia y nos acercan a un mundo oscuro donde no importa de qué bando seamos porque absolutamente todos fallamos por igual si creemos que unos somos o merecemos más que otros. Nos empeñamos en olvidar que colectividad y unidad son palabras con el mismo sufijo, somos nosotros quiénes trabajamos bien duro para mantener latente esa distancia.
La estructura jamás funcionará si no somos capaces de vernos reflejades en ella. Si no asumimos el deber que nos toca no lograremos hacer nada productivo ni constructivo. Lo que odiamos nos domina, lo que no aceptamos nos impide procesar lo que realmente estamos destinados a ser. Si no conseguimos salir de esa dinámica cometeremos el riesgo de convertirnos en todo aquello que criticamos. Toda toma de consciencia que realmente depositemos en el cambio de visión sobre nosotros no será en vano si somos capaces de dejar de movernos entre colectivos en los que ni creemos ni encajamos. Dejemos de ser ovejas aterradas por los lobos.
Dejemos de creer que ser lobo es la clave del éxito. Dejémonos de cuentos. Acabemos con las opresiones, empezando por las propias. Acabemos con los opresores como lo son los condicionamientos sociales que nos autoimponemos y empecemos a actuar en consecuencia con nuestros valores. Conectemos con ellos. Empecemos a confiar en que todes, a nivel individual podemos contribuir a una mejora inexorable en la sociedad si nos comprometemos a dejar de vernos como colectivos independientes y empezamos a sentirnos parte de una misma unidad. Seamos fuente de inspiración y confianza desprendiendo respeto, proclamando la cohesión que nos merecemos conquistar.
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