Una Frida, Júlia, nos comparte este texto sobre las heridas del cuerpo como parte de nuestra identidad e historia.
Desde la Patagonia hasta Alaska. En la punta más al sur, un ovillo salpicado de lunares aliña su tobillo izquierdo. En la espinilla un despunte del primer rasurado con la cuchilla afilada de su padre, en seco, sin agua ni jabón. Al ver el sangrado palideció, fue antes de que le bajara la regla. En la rodilla derecha su piel nueva reluce como una isla caribeña, es el rastro de una colisión que sacudió su moto hará dos inviernos.
Tres cruces en el corazón de los Apalaches, como en la canción. La última la más punzante. Lo ausente se volvió presente. La lentitud dormía en el lado derecho del colchón, las palabras se escapaban sin querer, el aire soplaba en plural. Al tiempo se deshizo el nudo y nació el fruto en la rama podrida.
En el recoveco del esternón una luna menguante de cuando pasó la varicela a los veintidós. Su cuerpo se cubrió de agujeros, de grietas sus labios. Le decían lo que sí y lo que no.
En la coronilla dos. Con el frío del norte se vuelven intensas. Una al entrar a hurtadillas a la casa abandonada del lado del río. Arrancaba un manojo de flores blancas cuando la sorprendió el ruido, salió corriendo y resbaló. La sangre tiñó su ropa. La cosieron en el pueblo, las cinco puntadas se llevaron el olor a jazmín. Su hermana le trajo lenguas de azúcar y palabras que le devolvieron un pedacito de calma. La segunda fue en casa de los vecinos del primero. Jugaban a esconderse y eligió un billar que cedió su peso sobre ella. Nadie se dio cuenta. Cuando su cabello humedeció cogieron un taxi hacia Sant Pau.
El mapa de cada herida sellada donde el desgarro trajo el blanco, cambió el tacto. En el cuerpo reposa la memoria de lo que escapa.
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Júlia Garcia Hernández, 38 años, Barcelona
Instagram: @julgarciah
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