Carolina, una Frida, nos habla de ella pero lo hace de todas, porque todas hemos mandado ese mensaje al llegar a casa, todas hemos tomado decisiones en función de dónde fuésemos, cómo y con quién. Por todo eso, este texto resuena tanto.
Una reflexión a propósito del Día Internacional de los derechos de las mujeres
Llegar a casa
Nos lo enseñaron desde chicas: “avise cuando llegue”. Nos interesaba poco más que jugar y andar en bicicleta, pero ya teníamos limitadas las zonas a las que podíamos ir: salir de la cuadra solo a ciertas horas, del parque en algunos casos, del conjunto solo avisando antes (y el permiso iba a depender de obtener respuestas una larga lista de preguntas que incluía con quién, a dónde y porqué íbamos). Para pasar la tarde en la casa de alguien también debíamos pedir permiso, aunque lo más común era que solo íbamos a la casa de las amigas que sus madres y padres eran conocidos y tenían buen concepto entre los vecinos. Con los hermanos, primos o amigos hombres, eso sí, se nos facilitaban los permisos para ir a alguna zona más lejos o a algún lugar más concurrido. Era una regla simple: los hombres afuera nos cuidaban -¿de otros hombres?- pero en sus casas no se sabía y estaba muy mal visto que las niñas fueran a la casa de los niños.
Crecimos y empezamos a tener cuidado de con quién y a dónde vamos, en qué vamos, a qué hora llegaremos. Nuestras rutinas se vuelven estrategias de cuidado: si es más tarde de cierta hora ya no salgo en transporte público y busco caminar menos, o que alguien me acompañe. De la misma manera nos preocupan las llegadas de nuestras amigas a sus casas, y esa preocupación es relativa, de nuevo, a si van solas, acompañadas y en qué transporte van. De acuerdo con la situación o el horario, por ejemplo, celebramos más el hecho de llegar bien a casa. Solemos ensalzar con efusividad cuando parece que se corrió un mayor riesgo: si fui en bicicleta sola, de noche, con vestido y desde una distancia considerablemente larga entonces estuve muy de buenas por haber llegado viva, tuve mucha suerte de haber llegado bien.
Mari* y yo somos amigas desde que empezamos a trabajar juntas en temas de movilidad. Nos volvió inseparables, entre otras, la coincidencia en creer que moverse en bicicleta podría ser una alternativa segura también para las mujeres. Esa noche volvíamos por separado a nuestras casas, luego de tomarnos uno de los tantos cafés que hemos disfrutado en distintos sitios del norte de Bogotá. Llegué a casa muy rápido, yo estaba un poco más cerca. Entre llegar, comer algo y actualizarnos de las historias del día con mi roomie, no le escribí a Mari y se me pasó el tiempo para verificar que hubiera llegado bien. Cuando un rato después revisé mi WhatsApp tenía varios mensajes de Mari donde leí en la visualización previa de la App un “me tocaron la nalga” acompañado de emoticones de llanto y de rabia. La llamé y estaba desconsolada. Entre lágrimas me contó cómo, llegando a su casa, un hombre en una moto pasó muy cerca de ella, la tocó y pellizcó en la nalga llevándola a perder el control de su bicicleta y caer en medio de una calle sola y oscura, siendo casi las nueve de la noche.
En mi ira traté de calmarla con la frase que nos hemos acostumbrado a usar: pudo ser peor, y enseguida hice una lista de las formas en que pudo serlo y las situaciones por las que han pasado otras como nosotras, que aún a la luz del día, por vías transitadas, en reuniones con sus amigos o en su propia casa son violentadas.
Desde esa noche no me abandona un sentimiento de culpa con Mari. Me siento en deuda con ella por no haber sabido manejar mejor la situación, por no encontrar mejores palabras para consolarla o maneras de lograr que esto cambie. Cada vez que recuerdo esta historia me invaden el mismo escozor y miedo que me hicieron temblar mientras me la contaba esa noche. Este texto es en parte para decirle que lo siento y lo sentí tanto, y que sé que hay un futuro más viable para las mujeres desde que personas como ella le dedican el trabajo de día y noche a hacer ciudades más seguras, amenas, amorosas.
Que no nos violen
A Jairo lo conocí en un recorrido fugaz por el centro y norte de Colombia. Pasamos quince días moviéndonos entre cuatro ciudades, durmiendo en carpas y colchonetas y haciendo filas interminables para pedir desayuno, almuerzo y comida. Caminamos por el parque Tayrona, bailamos hasta las cinco de la mañana en el Centro Histórico de Cartagena, buceamos por las Islas del Rosario, luchamos contra el viento de Punta Gallinas y fuimos a Andrés D.C., lugar que contrario a otras noches no me pareció tan aburrido esa vez. Algo nos unió desde el primer día de ese apretado y emocionante itinerario y, como sabíamos que nuestro encuentro duraría menos de un mes, disfrutamos todo y lo hicimos memorable. La aclaración, como siempre pareciera correspondernos a las mujeres, es que no estaba interesada en él más que como amigo y que de verdad quería que nos encontráramos de nuevo en ese plan de viajar juntos.
Un año después nos encontramos de nuevo, ahora en su país. Planeamos todo: nuestra llegada a México, pasar navidad con la familia de Jairo, pasar año nuevo en una playa tranquila y de ahí seguirnos, solos él y yo, a recorrer el sur selvático del país. El viaje fue inolvidable, cada vez que nos gustaba un lugar, nos emocionábamos por ir un poco más lejos a conocer el siguiente en la lista que nos iba dictando su madre. Así nos movimos desde Puebla hasta Playa del Carmen, recorriendo Oaxaca, Chiapas y visitando la mayoría de los sitios arqueológicos de la zona. Esas semanas en México nos unieron de tal forma que, aunque pasamos luego seis años sin vernos, el reencuentro tan natural y sentido que pareció como si apenas nos hubiéramos alejado por unos días.
Luego de nuestro recorrido por México volví a mi rutina en Colombia. En esa época me dedicaba a estudiar y a trabajar en la oficina de deportes de la universidad. Allí tenía una amiga, Clara, que celebró cuando regresé. “Me quedé preocupada luego de que te fueras. Caí en cuenta de que ibas a verte con un tipo apenas conocido, ¡qué tal quisiera tener algo contigo y tú nada y te dejara por allá tirada!”, me dijo luego de nuestro abrazo de reencuentro. Esta preocupación chocó con el viaje que yo había acabado de vivir, pero resonó en las frases de cuidado que solemos darnos unas a otras y sobre todo me generó desazón el pensar lo que pudo pasar viajando sola con un “nuevo amigo”. Pensé también en lo afortunada que parecía haber sido al estar sola con un hombre medio cercano apenas y que no intentara abusar de mí, y me reservé por esto contarle detalles a Clara como que dormimos solos en el mismo cuarto y la misma cama algunas veces, para no parecer una mujer irresponsable y desmedidamente osada.
Esta historia se ha repetido muchas veces. He sentido alivio, por ejemplo, de ir a acampar sola con un amigo y que no insinúe siquiera querer que pase algo conmigo o estar de viaje y dormir en la misma habitación con otro amigo y que, de nuevo, no haya al menos explícitamente una intención de “sobrepasar” los límites, que no son más que las condiciones de la amistad. También he sido juzgada por ello y he debido dar extensas explicaciones sobre las situaciones en las que he estado haciendo cualquier plan solo con un hombre. A muchas personas les parece inverosímil que pueda compartir un espacio más íntimo con un amigo. “¿De verdad no te gusta?”, “¡qué va, fijo pasó algo y no querés contar!”, preguntas o afirmaciones que aparecen como reclamos recurrentes. Conozco historias similares de otras mujeres, de cómo celebramos que un amigo en alguna circunstancia donde “podría vulnerarnos”, como luego de tomar unos tragos, no lo haga. Lamentablemente no lo celebramos todas porque, de nuevo, muchas han sido víctimas justamente de ellos, de sus amigos, de sus compañeros de trabajo, de los conocidos de sus amigos.
Es injusto que nuestra experiencia en la ciudad esté supeditada a la preocupación frente a llegar bien a la casa o la precaución de no exponerse a que alguien abuse de ti, previsiones indisociables del contexto en el que reiteradamente se normalizan distintas formas de violencia. Recorrer la ciudad se convierte un acto consciente y cuidadoso; nos demanda estar atentas a distintos factores y estímulos y casi siempre a pensar más allá de nuestra corporalidad: acompañar y proteger a nuestras amigas, a nuestras familias. La intención de ser un respaldo para las demás y a la vez sentirnos vulnerables en los espacios atraviesa la experiencia de movernos, y sentirnos expuestas en el espacio público determina nuestras decisiones sobre qué hacemos, a dónde vamos o con quién compartimos. Celebrar los derechos de las mujeres deberá ser experimentar la libertad de movernos en las ciudades y compartir los espacios sin miedo.
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*Los nombres de las personas mencionadas en estas historias fueron cambiados con el propósito
de reservar su identidad.
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Carolina Toro Perez
29 años, Colombiana viviendo en Ciudad de México
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