Catta, una Frida, nos comparte una reflexión personal sobre la mirada que tiene una veinteañera sobre sí misma y su recorrido de autoconocimiento.
En mi palacio mental lo sé todo y tengo el control. Sé los trucos, los desenlaces y las palabras adecuadas. Siempre gano, soy gurú, reina y verdugo. Mi ego está tan inflado que parece una torre, y desde las alturas discrimino a destajo lo bueno de lo malo, sabiéndome libre del dolor, los límites y las consecuencias. Entonces ocurre que la realidad irrumpe en mis fantasías, y frente al filo de la realidad, ya no soy dueña de la verdad. En cambio, soy lo que soy: una veinteañera con demasiadas opiniones, y poca experiencia para respaldarlas. Soy ingenua respecto a tantas cosas, que mi soberbia se retuerce de solo pensar en admitir que cuando digo y creo en mi autoridad, no es más que pan y circo.
Inocente es mi ceguera autoimpuesta y mi reiterada tendencia a reaccionar con mis emociones antes que la lógica; inocente es negarme a ver lo obvio y complicar situaciones que son muy simples. Me atormenta escuchar la diferencia entre la voz de mi cabeza, tan pacífica y melódica como Maya Angelou; y la que sale de mi boca, que atropella las palabras y revela demasiado. Es por eso que me rehúso a aceptar que, a nivel fundamental, soy despistada y simplona. Frente a mi propio reflejo soy una mujer sofisticada, compuesta, y erudita, pero bajo la piel tengo una niña zaparrastrosa e inexperta, cuyo rostro blanco me persigue. “Tú y yo somos la misma persona”, dice con ojos llorosos. Las piernas me tiemblan porque ya no puedo seguir huyendo de esa parte de mí que llevo años tratando de enterrar, y que está cada vez más cerca de salir a la superficie.
Hace unos años atrás, una voz de mujer me dijo: “la vergüenza es una excelente maestra si estás dispuesta a aceptarla”. Recuerdo vívidamente la condescendencia en los ojos de la psicóloga, y las ganas que tenía de patearla por debajo de la mesa por tener la audacia de sugerirme que yo soy el problema. ¡Preferiría meter la lengua en el enchufe antes de aprender a golpes, señora! La inocencia es cosa de niños, y los infantes tienen las rodillas raspadas y la ropa embarrada. Las mujeres adultas no son así. Pero, cuando lo pienso de nuevo y me atrevo a mirarme de verdad, me doy cuenta de que yo también ando con la ropa sucia y las rodillas ensangrentadas, porque es inevitable tropezar cuando se anda por el mundo con las manos sobre los ojos; y si lo pienso aún más, los niños tienen una libertad que yo no me permito: decir lo que pienso con total soltura, y no malgastar mi energía en aparentar. Son auténticos, creativos, libres. No cargan con este peso en los hombros, ni tienen este nudo en el estómago.
Si soy honesta, me agota estar alerta todo el tiempo. Estoy cansada de reflexionar sobre el futuro en términos de rentabilidad, de apreciar mis relaciones según su utilidad, de medir mi felicidad y mi valor personal con números y premios que se acumulan en la repisa, pero poco valen cuando las cosas se ponen mal; y es que al final del día no soy gurú, ni verdugo, ni profeta: soy irrevocablemente yo, alguien que sabe poco y que lleva días tratando de terminar este manifiesto, porque pensar en publicarlo me hace querer vomitar. Pero pese a todo eso, sigo aquí. Ansiosa, asustada, con el corazón roto, pero dispuesta a darle a la parte vulnerable e ingenua de mí, una oportunidad de salir a la luz a exponer cosas que los niños saben, pero que a mí, adulta necia y arrogante, se me olvidan con demasiada facilidad.
Si siguen aquí, es porque también saben que mi psicóloga tenía razón. Avergonzarse de los tropiezos no sólo es fundamental, sino necesario para aprender. El fracaso y el rechazo mantienen a raya el ego, y ser compasivo con uno mismo, sabiendo que las faltas cometidas por soberbia o falta de experiencia, abren la puerta a apreciar aún más el juego de la vida, porque jugar no sólo ayuda a explorar lo esencial, sino que es esencial en sí mismo. Podría ahorrarme la humillación y evitarlo a toda costa, pero desde el fondo de mi ingenuo corazón, creo que es mejor vivir en la realidad, donde conviven lo malo, lo feo y lo inaceptable; con el amor, la libertad, y la creatividad. También es cierto que es un juego sin reglas, a ratos sin sentido, donde quizás la respuesta es no; pero aceptarlo tal cual es, con la mente tan abierta como me es posible, me hace querer seguir participando, y si lo sigo intentando, quizás algún día logre ser sabia en el plano real, y no sólo en mi cabeza.
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