Reconciliaciones en el proceso de reparación

Una Frida (Estela) nos abre su corazón y nos invita a recorrer con ella la historia de su trastorno. Sus palabras nos resuenan y podemos sentirnos identificadas con su sufrir. Salir adelante depende de nuestra fuerza interior pero de estar para la otra, crear redes, no dejarnos caer.

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Ilustración de Yolanda

Hace seis años me diagnosticaron de trastorno de ansiedad generalizada con episodios depresivos. Lo llaman trastorno menor, pero el proceso interminable de sanación y recuperación me ha hecho cambiar desde lo más profundo. Ha cambiado mi idea de bienestar, de salud, de paciencia y, en general, mi forma de estar en el mundo.

Hace unos meses volví a reencontrarme con los diarios que escribí durante mucha parte del proceso, y hay algunas partes de mi experiencia que me gustaría compartir por si por casualidad puedo abrigar un poco a alguien con mis reflexiones.

Aún recuerdo el día que me diagnosticaron, tenía 23 años y llevaba un año y medio sintiéndome rara, diferente a lo que había sido hasta ahora. Sentía un vacío interno enorme y frío, mucho frío. Tampoco podía dormir. Había días que iba a clase sin haber dormido ni una hora. Olvidaba cosas, cosas que había hecho, que me habían dicho, tareas pendientes… Y tenía miedo, mucho miedo. Miedo a cosas que no sabía que se les pudiera tener miedo. Me daba miedo montar en autobús, en ascensor, en coche, hablar por teléfono, todo me generaba una angustia irrefrenable. Todo lo que se me ocurría hacer para sentirme mejor, planes, proyectos, estudios, desembocaban en más vacío, más insomnio y más miedo.

Fui a la psicóloga de la universidad porque me lo recomendó una amiga y era la opción más barata y asequible para mí que encontré. La necesidad de una salud mental pública que funcione y llegue a todas da para otro artículo más. Nunca pensé que me pasara algo con nombre, simplemente pensé que era mi torpeza personal por no saber encarrilar la típica crisis de qué hacer después de la carrera. Pero después de una hora de preguntas me dijeron que no es normal sentir que se te va a caer el techo de un tren de cercanías, que eso eran crisis de pánico y me encontré con que mi caso era clínico. Me dijeron que era normal tener ansiedad, que a todas nos pasa en algún momento de nuestra vida, y que se me curaría pronto porque es el constipado de la psicología.

Pero con los años puedo decir que no fue tan fácil. Si algo me ha quedado claro es que la incertidumbre, la frialdad y la precariedad de la sociedad en la que vivimos no son compatibles con la sanación rápida de un trastorno de ansiedad generaliza. En esa etapa de la juventud en la que tienes que encontrar tu espacio y tu modo de subsistencia no hay muchos factores que ayuden a paralizar el miedo o el dolor, y vivir estable y sin sobresaltos emocionales es prácticamente un imposible. Según fue pasando el tiempo de ese primer año de diagnóstico empeoré considerablemente, podía calmar la sensación de ansiedad, pero el frío se apoderaba de mí. Cambié de psicóloga a otra que hacía precio especial a jóvenes y personas en paro, y ahí me enteré de que la ansiedad tan ingente que sentía hacia todo tipo de estímulo externo e interno me había deprimido sobremanera.

En esa nueva etapa aprendí que el hecho de que los pensamientos se produzcan con tu voz no es suficiente para asegurar que eres tú. El miedo hablaba por mí, generaba ideas, creó la ilusión de que el dolor no tenía fin y que nunca lo tendría. Me marchitaba en esa esfera trasparente en la que puedes ver lo que te rodea, pero no estás conectada a lo que pasa alrededor. La gente se reía, se divertía, empezaba proyectos, se enamoraba, pero yo lo veía todo a través del cristal, como Sylvia Plath.

Según pasaban los años y yo continuaba mi proceso terapéutico el cristal se hacía más fino. Me veía pudiendo hacer cosas como esa gente a la que veía a través del cristal, entrevistas de trabajo, viajes, fiestas, ampliar el círculo de amistades. También noté como me recuperaba más rápido de las recaídas, y que aprendía a vivir con mis ansiedades.

Pero la curación no llegaba. El constipado no se pasaba y no hacía más que preguntarme: ¿Por qué yo no puedo superar esto? ¿Qué hay de defectuoso en mí para que algo que se supone que es fácil de pasar no lo sea? Le preguntaba a la psicóloga con preocupación y ella me contestaba muy amablemente que había personas más vulnerables que otras. Yo no hacía más que mirar dentro de mí, de rebuscar en las heridas de mi pasado una explicación a mi debilidad, a mi imposibilidad para curarme.

Pasaban los años y me sentía más yo, más persona, pero seguía teniendo recaídas, y seguía yendo a terapia. El fin no llegaba nunca y yo seguía haciéndome daño buscando esa explicación pasando por cientos de variables diferentes. Hasta que con el tiempo interioricé que hay personas que somos vulnerables al sufrimiento psíquico por muchos factores que racionalmente no se pueden conmensurar. Son una mezcla de factores físicos, ambientales, de aprendizaje de vida, de cómo construimos los apegos… esa vulnerabilidad nos hace lo que somos como personas, y no la podemos curar. Sólo podemos cuidarla, aprender a cuidarnos vulnerables, a separar esas vulnerabilidades de la debilidad. Porque nuestras vulnerabilidades no nos debilitan, nos hacen quienes somos.

Durante estos años de proceso de reparación decía a menudo que estaba perdida, pero nunca había sido tan consciente de lo que había en mi interior. Cuando eres tan consciente de tu mapa interno, de las cosas que te han hecho sentir mal, de dónde se sitúan tus agujeros negros, las áreas de bienestar, el punto exacto en el que tu orgullo se cruza con tus miedos, puedes perder la perspectiva de lo que hay fuera. Cuando no sabes qué hacer con tu dolor, con todas las experiencias que te han dejado cicatrices debajo de la piel, cuando ya no te queda más remedio que aceptar tu mapa y recorrerlo, es cuando sientes que pierdes el mapa de fuera.

Y todo te resulta extraño y predecible a partes iguales, porque empiezas a vislumbrar los mapas internos de otras personas, aunque ellas no sean conscientes de que lo llevan escrito en sus cuerpos. Me perdía entre tantos mapas, entre tanta información, entre tanta desorientación. De esta forma dejé de buscar un momento de curación, porque perdida estaba más encontrada que nunca. Y en ese encuentro recorro mi mapa sabiendo que podré cuidar de mí misma porque conozco esas vulnerabilidades que me hacen ser quien soy, y me hacen estar en el mundo como quiero estar.

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Estela, 30 años

[email protected]

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