Sara nos regala un relato sobre el placer de recordar aquello que nos da placer y, la verdad, leerlo resulta bastante… placentero.
El placer de recordar el placer.
Debía presentar ese proyecto en un plazo de un par de días, pero parecía no hallar la forma de luchar contra el parpadeo de esa barrita implacable del editor de texto.
La miró durante tanto tiempo, una pequeña línea sobre fondo blanco de luz, que cuando desvió la vista hacia la pared, solo consiguió volver a ver ese parpadeo odioso proyectado en otra superficie.
Misma mierda, diferente día.
Siempre recordaba esa frase de uno de los libros de terror que de pequeña devoraba. No recordaba el título, pero sí el autor. Un señor prolífico. Quizá no siempre excepcional, pero sí prolífico. No como ella. Ella era experta en la medición exacta de tiempo entre la desaparición y aparición de esa dichosa barrita acusadora. Y poco más.
Comenzó a teclear de forma automática. Algo sobre la llegada del otoño, las mariposas de tonos ocres y su similitud con las hojas, el miedo a pisar una de ellas creyendo que sólo jugaba a hacer crujir la decadencia vegetal bajo sus pequeños botines para la lluvia… Levantó la mirada hacia el panel lleno de papeles de colores que hacía las veces de agenda. Verde lima, amarillo chaleco de seguridad, naranja de zapatillas deportivas, rosa de gominolas derretidas sobre las sábanas…
…el olor dulzón fue lo que la alertó sobre el paquete abierto olvidado encima del colchón. Ni siquiera eran muy entusiastas de los dulces azucarados, pero el viaje había sido largo y, como en un extraño embarazo compartido, surgió en ellos el antojo de esas gomas de colores chillones.
No recordaba haberlas sacado de la mochila, probablemente se caerían al sacar el cepillo de dientes. Un aroma a fresa, una sensación pegajosa en la rabadilla. ¿Acaso era fácil distinguir si esas sensaciones no provenían de sus propios fluidos, si ese aroma no era más que una fantasía que su cerebro disparó a modo de alarma para prevenir de un inminente enamoramiento?
Las risas cuando rodaron y vieron el desastre azucarado aplastado contra las sábanas. Sus pieles como néctar sudoroso. El juego de una lengua que comienza tímida, inocente, a adorar esos fragmentos de piel almibarada. La escalada de deseo y un juego que se transforma batalla por morder, lamer, arrancar gemidos y olvidar el origen dulzón a cambio de la sal que entonces ya bañaba sus cuerpos…
…un rápido parpadeo. Post-it de colores.
¡Mierda!
El reloj del ordenador confiesa que pasaron veinte minutos mientras su mente se hundía en el recuerdo de un placer reciente. La barrita sigue parpadeando en la pantalla, detrás de una ristra insegura de palabras. La barrita siempre va a seguir ahí, chillando en silencio sobre su procrastinación. Estupendo. Vuelta al trabajo.
No debería culparse, al fin y al cabo esa experiencia es demasiado nueva para poder guardarla en un cajón bajo llave. No poder controlar si abre o no esas puertas demuestra que es algo bonito, que por una vez las botas quizá no destrocen mariposas crujientes bajo su suela, sino que quizá bailen sobre un colchón mullido de verde y rocío…
…cuando amaneció la temperatura había bajado considerablemente. El instinto hizo que alargara una mano en busca de la manta de colores, hasta que se percató de que no estaba en casa. Se movió ligera y suave sobre la sábana, sintiendo el roce sobre su cuerpo desnudo. Como respuesta, él se giró y presionó su cuerpo contra el de ella. Incandescencia entre pieles. No existía abrigo que se adaptara tan perfectamente y fuera tan efectivo. Ese frescor que había presentido se evaporó en una nube de apetito que conectaba sus fantasías, el centro de su pecho y su vientre. Un vientre codicioso…
…¿otra vez? ¿Sería posible?
Por miedo a incapacitarse a seguir adelante, decidió evitar que su mirada se cruzara con la esquina inferior derecha del ordenador. Escribir. Escribir sin descanso ni desviaciones. Sin horarios. Sin ensoñaciones de placeres ardientes…
…la segunda vez que conectaron fue aún mejor que la primera. Sus cuerpos empezaban a conocerse y los ritmos fluían acompasados sin esfuerzo. Pudo disfrutar del aplazamiento del orgasmo hasta límites insoportables. ¿Cómo algo tan nítido y presente puede volver a ansiarse con tanta necesidad en un período tan corto de tiempo? Sentir de nuevo la pérdida de sentido con más sentido de todas, olvidarse de todo lo demás, besar y besar y besar y…
…el timbre de la puerta estaba sonando como llevado por una histeria que no se diferenciaba tanto de su momento de clímax. Parpadeó. La barrita. El fondo blanco.
De camino a la puerta de entrada tropezó con un par de botas atravesado en el pasillo. Se apoyó en la pared y con la violencia del gesto un cuadro con un bordado de mariposas voló por los aires hasta estrellarse en la alfombrilla del recibidor, que emulaba un fragmento de prado.
Al abrir la puerta vio a su editor envuelto en su habitual cazadora negra. La miraba muy serio sosteniendo un papel en la mano derecha que rezaba: “Límite de entrega: quince de octubre.” Era trece de octubre.
Nunca antes de ese fin de semana se había percatado de cómo sus ojos podían sonreír unos segundos antes que su boca.
Sonrió.
Luego lo hizo su boca.
Avanzó sobre el césped lleno de mariposas y la besó.
La pantalla del ordenador se volvió negra, el ordenador estaba en modo suspensión.
Pero la barrita seguía parpadeando en algún lugar debajo de la pantalla oscura. En su mundo de unos y ceros, sonreía. Ella podía esperar.
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