«No paraba de repetirme “joooo tía pero qué fuerrrrte que un señor mayor te va a ver super desnuda!!!” y reía nerviosamente.»
Todas conocemos esa horrible sensación de miedo y angustia que nos provoca la primera visita al ginecólogo. Como en este país no hay mucha cultura de hacer las cosas cuando es debido, sino que más bien las hacemos cuando no tenemos más remedio, la primera visita que una chica hace a un ginecólogo suele coincidir con la primera vez que su madre sospecha que podría estar manteniendo relaciones sexuales y no está segura de que la niña esté haciendo las cosas correctamente. Es entonces cuando te recomienda que visites al médico o, si tenéis tanta suerte como yo, incluso te acompaña de la manita.
En mi caso, mi madre fue tardía y no me llevó al ginecólogo hasta que ya tenía los 17 cumplidos. Viéndolo con perspectiva, el hecho de que mi madre tardase tanto en llevarme seguramente responde a que debía pensar: “entre el sobrepeso, los aparatos y la ropa de leñador es imposible que esta niña haya pillado cacho”. Fui yo la que le pedí que me diera los datos de su doctor para poder concertar una primera visita, puesto que tenía serios problemas con los tampones que necesitaba que un experto me solucionara. Pero no contenta con darme el teléfono del hombre en cuestión, me quiso acompañar.
Discreta donde las haya, mi madre no se ha explayado nunca explicando sus experiencias a la hora de dar a luz, así que desconocía qué tipo de médico me iba a encontrar. Lo único que yo sabía sobre mi nacimiento hasta ese momento era que no me adelanté ni me retrasé – siempre he sido muy puntual – y que el médico estaba convencido de que iba a ser un niño. En esa época no se les hacían ecografías a las embarazadas a no ser que tuvieran un grave problema durante la gestación, puesto que se trataba de una prueba muy cara y la Seguridad Social no lo cubría. Tras la sorpresa inicial al ver que su hijo tenía pepitilla, y votar por mayoría casi absoluta que sería cruel seguir con el plan inicial de llamarme Héctor, decidió plantarse con el número de hijos que tenía y nunca jamás oí yo hablar del tal doctor.
Así pues, nos dirigimos a la consulta del Dr. B. con nuestras mejores bragas – que al ginecólogo se va depilada y con lencería decente – dispuestas a que el buen hombre me revisara los adentros. Una vez llegamos a la puerta, mi madre dijo: “pues vas a tener suerte de que el Dr. B. te vaya a visitar justo antes de su jubilación”. Una enfermera de más de setenta años, y cuyo pelo cardado demostraba no haber superado su etapa de imitadora de Conchita Velasco, nos abrió la puerta y nos invitó a pasar a una sala de espera en tonos marfil y con una gran pared en gotelé. Quince minutos y dos revistas Pronto después, nos hizo pasar al despacho del doctor. Efectivamente el señor estaba ya más que en edad de jubilarse, pues rondaría los setenta y cinco sin exagerar.
– Es un placer conocerte maja, siempre me hace ilusión conocer de mayores a los niños que he traído al mundo. ¿Te ha contado tu madre que yo siempre aposté a que serías niño? Venga, pasa a la sala y desnúdate que voy a reconocerte.
Pasé a la sala y, como supongo que os debió pasar a muchas, durante un par de minutos estuve dudando sobre si me tenía que desnudar entera o qué hacer. Ahí estaba yo, una tierna adolescente, con ojos de conejillo a punto de ser atropellado en la carretera, dudando sobre si debía dejarme puesto el underwear y hacerle un “bujero” para permitir el reconocimiento. Opté por desnudarme entera y esperar reacciones adversas, mientras por dentro no paraba de repetirme “joooo tía pero qué fuerrrrte que un señor mayor te va a ver super desnuda!!!” y reía nerviosamente, pero las reacciones no se sucedieron. Así, totalmente en porretas y con la bata manta de paciente de hospital, me tumbé en la camilla y esperé a que el doctor empezara a coger uno a uno todos esos modernos aparatos que tenía al lado de la camilla y que yo intentaba descubrir para qué servirían exactamente. Pero lo que vino a continuación no tenía nada que ver con ninguno de esos aparatos y era lo último que esperaba yo ver.
Con una gran parsimonia y con sus gafas “del cerca” puestas, el doctor B abrió un cajón y de él sacó una trompetilla. Se colocó la parte fina dentro del oído izquierdo, y el otro lado lo apoyó directamente sobre mi barriga. Sí, lectoras y lectores, como lo estáis leyendo. Era 1997 y mi ginecólogo me estaba reconociendo con trompetilla, a pesar de tener justo a su lado un ecógrafo de última generación.
No sé realmente cómo lo han hecho los médicos durante tantos siglos para reconocer a sus pacientes solo con una trompetilla. Es decir, ¿acaso el cuerpo emite ruidos diferentes cuando está enfermo? ¿Cuántos cuerpos tienes que haber escuchado antes para distinguir que uno tiene un problema específico? ¿Qué debía estar diciéndole mi vagina sobre mí? ¿Y si mi vagina habla como Rafa Méndez?
“Jelooooouuuuuuuu señor doctoooor!!!!! Esto es amazing, por fin alguien que nos escucha. Que sepas que aquí mis compis y yo estamos bien, pero es que esta chica es una rarita y no nos hace ni caso. Que dicen los ovarios que tanto calmante para el dolor es una super cagada. ¡Que lo que necesitamos es más energy! ¡Que salga un poco y se relaje!”.
No sé qué debió escuchar el señor dentro de mí, supongo que como mucho alguna flatulencia en proceso de creación, pero cuando acabó de reconocerme con la trompetilla, me pidió que me vistiera y que pasase al despacho. Ya en el despacho me dijo unas sabias palabras que nunca olvidaré: “Pues parece que está todo bien, maja. Yo te aconsejo que si te duele la menstruación te tomes alguna pastillita y te tumbes un rato. Ah, y si puedes evitarlo, no tengas relaciones sexuales hasta el matrimonio, que así no te complicas la vida”. Y así acabó.
Cuando ya estábamos fuera del despacho, le expliqué a mi madre todo lo que acababa de ocurrir, y sin parar de reírse, lagrimones incluidos, me dijo que ya era el momento de buscar otro ginecólogo.
Mi actual ginecólogo, el Dr. C., llegó a mi vida cuando le dije a mi madre que me habían concedido una beca Erasmus para irme un año a vivir a Italia. En ese momento ya no se ofreció a acompañarme, pero me invitó amablemente a que fuera a visitarle antes de irme para, como dijo ella, “tener las cosas claras no vaya a ser”.
En mi primera consulta con el Dr. C., le dije que esa era la segunda visita al ginecólogo de toda mi vida, y tras llevarse las manos a la cabeza como si hubiera visto al diablo, estuvo casi una hora dándome un curso acelerado de educación sexual, incluyendo desde sistemas anticonceptivos hasta las posturas más adecuadas para el disfrute femenino. Yo no osé decirle al médico que todas esas cosas ya las había aprendido leyendo el Nuevo Vale. Tampoco osé pedirle que dejase la charla, que mi cara ya había pasado por todos los tonos del rojo. Lo único que acerté a balbucear era que creía que tenía algún problema ahí abajo y que a ver si me podía reconocer porque notaba picores.
Tras el momento braga sí – braga no inicial y colocarme en la camilla, el doctor se acercó hacia mí y soltó un sonoro: “madre del amor hermoso, pero si tienes esto como un bebedero de patos!!!!”. Y así es como perdí yo el miedo a ir al ginecólogo.
Desde ese momento las visitas al ginecólogo son para mí una fuente de inspiración, y pocos hombres me hacen reír tanto estando en esa postura y sin ropa. Solo espero que si algún día tengo churumbeles y él los trae al mundo, se les pegue algo de la primera persona que van a ver, porque seguro que serán unos “salaos”.
8 Comentarios
A mí mi madre me llevó a su ginecólogo nada más me vino la regla. El tipo me vio nacer porque estaba liado con mi tía cuando yo nací, y se ha encargado de todas nosotras GRATIS desde entonces (es bastante famoso). No hay hombre más cuidadoso.
Pero en cierta ocasión fui a hacerme una citología después de empezar a usar el anillo vaginal (que ya he dejado de usar, por otra parte) y la matrona se pasó diez minutos alabando mi vulva «simétrica» y mis «tonificados y fuertes músculos vaginales». Todo esto con el pico de pato ese de plástico que te ponen, te abren y se te llena de aire el coño (con los posteriores escapes). Me dejó una impresión imborrable y cada vez que veo a esa mujer me preparo para una sarta de los más extraños piropos.
todas esas cosas las aprendí en la nueva vale… memueroooo jajajjaja ole y ole!!! #lucyforpresident!
jajajajaja muero muero muero! vaya risas que acabo de pasarme,tremendo.
Yo no he vivido cosas como esas la verdad,y he de decir que también prefiero mil veces ir a ver a mi ginecóloga que al dentista!
¡Menos mal, ya no estoy sola en lo del dentista! jajajaja
Diana, no estás sola!! El dentista me aterra! Firmaría ahora mismo por triplicar las visitas al ginecólogo a cambio de olvidar al dentista para siempre! 😛
No puedo parar de reír y empatizar con la historia. He vivido algo muy pero que muy similar.
Él ya jubilado, la primera vez que le ví pensé tiene unas manazas de más masajista que ginecólogo y con su tono me dijo, nos conocimos hace 17 años pero como si no nos conocieramos, jajaja! Proyecto-Kahlo ¡qué gran descubrimientoooooo!!!!
Mi ginecólogo, que también me vio nacer, es muy majo. Prefiero mil veces ir al ginecólogo antes que al dentista. ¿Soy rara o a alguien más le pasa?
lo de la trompetilla me ha dejado loca!! jejeje me ha encantado el artículo! ay! si las madres dejasen de ver el sexo como tabú y hablasen más claramente con sus hijos! espero que estemos en ello 🙂 un beso!