Comencé a hacer autorretratos a los 13 años con una Minolta automática. Compraba carretes de 12 fotografías porque con el dinero que tenía para el fin de semana era lo único que me podía permitir si quería revelarlo.
Cuando salieron las primeras cámaras compactas digitales descubrí un mundo mucho más económico y sobre todo más divertido, porque ya no me la jugaba a una sola fotografía, podía dejar volar mi imaginación sin restricciones, probar, poner, quitar y hacer tangible todo lo que sentía en ese momento.
Entonces no sabía muy bien porqué lo hacía. Sólo sabía que al hacerlo, el huracán pasaba. Y eso era todo lo que necesitaba. Luego las veía y las guardaba.
Fotografiarme a mí misma ha sido desde entonces la mejor manera de conocerme y de no perderme en el camino. De expresarme de dentro hacia fuera. De aceptarme, aprenderme y reconocerme. Como un espejo.
Fotografío todo aquello que necesito vivir, o que ya he vivido, todo aquello que me resulta incómodo dejar dentro, todo aquello que siento, lo bueno y lo menos bueno. Son fotografías de emociones momentáneas que al llevarlas a cabo, me hacen libre.
Durante muchos años han estado en un cajón, luego en un disco duro y hasta hace un par de años no encontré la valentía suficiente para mostrarlas. Así que, frente a lo que pueda parecer como un acto de exhibicionismo o narcisismo, el autorretrato no es más que una vía de expresión,una oportunidad de crecimiento, de creación, la ocasión perfecta para poner el mundo que conozco patas arriba y hacer con él lo que quiera, un juego imprescindible para mi y muy muy divertido.
Por Anita Madrazo (29), Madrid – España.
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