Dos mujeres atractivas, homosexuales, extranjeras, con una gran diferencia de edad y que están locamente enamoradas deciden hacerle frente a todos los prejuicios de nuestra sociedad.
Casi perdí el autobús que me llevaba un día más al hospital.
Una mañana más, sin aliento físico ni emocional, me senté exhausta en uno de los asientos y me apoyé contra la ventana. A través del cristal se proyectaba el paisaje siempre verde de aquella ciudad de Inglaterra, que desde hacía un tiempo atrás era mi hogar. El mismo lugar que me acogió y me dio mi primer trabajo como enfermera. Recordaba una conversación telefónica con mi madre el día anterior, en la que le decía lo vacía que me sentía, sin comprender por qué no era feliz, y a la vez me sentía culpable porque, en realidad, no tenía motivos para no serlo. Había tenido que emigrar de España para desarrollar mi profesión, pero contaba con una familia y amigos que me apoyaban, un novio con el que llevaba años de relación y que vino a vivir a Inglaterra conmigo, y un trabajo que me encantaba. Pero mi Frida interior se había ido apagando desde que empecé a convivir con mi pareja: ¿eso era todo? ¿a dónde se fue la pasión? ¿se supone que ya debería ser feliz? Los planes de futuro pesaban sobre mí como cemento: boda, hipoteca, coche, hijos en unos años… nada de eso me entusiasmaba, pero «eso es la vida», o al menos eso decían todes.
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– ¿No has conocido aún a la Dra. De la Cruz? Es latinoamericana, y habla español, como tú.- Me comentó una compañera. Y no, aún no conocía a aquella mujer que unos describían como agradable y otros como feroz.
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Hasta que nos cruzamos una tarde en la sala de descanso. Ésta misma compañera nos presentó brevemente y desapareció. Estaba frente a una mujer madura pero con mi misma estatura (bajita), tímidos rizos castaños se salían rebeldes del gorro quirúrgico, el celeste del uniforme de quirófano contrastaba con su piel morena, y tras unas gafas muy discretas deslumbraban unos ojos verdes grandes y felinos, que parecían analizarme de forma invasiva durante aquel breve pero eterno silencio.
– «¿Eres tú la Frida de la que tanto he oído hablar?» – Y señalándome con su dedo índice añadió- «Luego hablamos».- Todo ello en un perfecto inglés que no esperaba, a lo que, sin saber por qué, no fui capaz de responder ni con un tímido «hola».
A partir de ese momento nos encontrábamos en todos sitios. Empezamos hablando del sistema de salud y acabamos hablando de yoga, de política, de espiritualidad, de filosofía, de feminismo, de literatura, de Frida… en conversaciones que duraban minutos cuando nos cruzábamos en algún pasillo o tras hablar sobre algún paciente. Ella no entendía como una mujer «tan joven, tan linda y tan inteligente como yo» podía sentirse tan deprimida sin motivos, y me buscaba en el trabajo con cualquier excusa con tal de hacerme sonreír y hablar conmigo. Y yo no entendía por qué no podía dejar de buscarla a ella, de mirar sus ojos, de ponerme nerviosa en su presencia… aquella mujer que doblaba mis años, que bien podría ser mi madre, con aquel crucifijo de oro que me hacía pensar que era una mujer tradicional, religiosa, que seguramente tendría hijos de mi edad.
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Paralelamente a ésta situación mi relación de pareja se fue resquebrajando cada vez más hasta romperse, quizás porque fui del todo consciente de que ya llevaba tiempo sin funcionar, de que nuestros planes no eran los mismos, ya no teníamos nada en común. Sentí como desaparecía un gran peso que me oprimía sin ser consciente.
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La primera vez que nos vimos sin uniforme fue una tarde después del trabajo, para ir a tomar un café. Me monté en su coche y la observé conducir y cantar, a veces me miraba y me sonreía. Yo no entendía qué me pasaba, me sentía eufórica, extraña, viva.
Hablamos un poco sobre el trabajo y sobre nuestras vidas delante de una taza de chocolate caliente aquella tarde lluviosa en Inglaterra. Tras saber algunos detalles de su vida y de su carrera no pude evitar mirarla con admiración, respeto, comprensión. Vi una mujer fuerte, valiente, inteligente, atractiva y muy culta que había luchado sola por todo lo que tenía en la vida. Ella, a su vez, decía admirarme a mí, por la valentía y madurez que mostraba a tan corta edad, mi creatividad, mi dulzura con los pacientes, mi forma de ver el mundo. En algún momento interrumpió la conversación y, mirándome a los ojos me dijo que tenía que ser sincera conmigo, que era homosexual y que yo le gustaba muchísimo.
– «Espero que no te aterres y huyas.» – me dijo.
Sentí una implosión en mi interior. De repente todos los trozos que había sueltos dentro de mí encajaron como un puzzle de 1000 piezas. Un Big Bang a la inversa. Cuando le respondí fui consciente de que ella también me gustaba a mí desmesuradamente:
– «No me aterro. Y no, no voy a huir.»
Inevitablemente, unos días después de aquella conversación, nos entregamos la una a la otra fuera de las miradas del resto del mundo, tan apasionadamente que aún hoy puedo sentir el calor.
Mi madre se deprimió y se asustó. No entendía cómo yo había dejado de ser «normal» de repente, y enamorarme de una mujer de su edad. ¿Cómo iba a ser que no quisiera casarme con un hombre y tener hijos?
En el trabajo no dijimos nada, la mayoría tampoco nos entenderían. Nuestra vida juntas se convirtió en un secreto que empezaba a susurrarse a nuestro alrededor, con miradas de curiosidad, de desagrado, algunas incluso de morbo.
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Decidimos empezar de cero en otro lugar, y sin pensarlo hicimos las maletas y nos fuimos. Y nada más aterrizar nos presentamos como quienes somos y lo que somos. Los compañeros de trabajo, al principio se mostraron confusos, pero tras conocernos a las dos juntas parece que todas las etiquetas se fueron despegando.
Cada día nos enfrentamos a los prejuicios de ésta sociedad en la que vivimos: dos mujeres atractivas, homosexuales, extranjeras, con una gran diferencia de edad y que están locamente enamoradas. Hay opiniones de todas clases, preguntas, suposiciones… La gente que no nos conoce, inevitablemente nos asume madre e hija de forma automática.
Pero la realidad es que la fecha de nacimiento nada tiene que ver con los sentimientos hacia otra persona, nada tiene que ver con el amor.
Mi Frida interior encontró a su alma gemela, y como en la imagen de Las dos Fridas, ahora se dan la mano y el corazón mirando al mundo de frente y a los ojos.
Ingrid (25), Sevilla – España
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4 Comentarios
Precioso Ingrid! No sabes lo que me recuerda a la mía..ains…Toca seguir siendo FELIZ! Os lo mereceis 😉
Gracias Sonia, yo también me acordé mucho de tí cuando todo comenzó a ocurrir. Espero que vosotras también seáis muy felices. Un abrazo!
Hola que bella historia, sigan adelante con su amor. Yo me veo con una chica a menudo y tengo pareja (masculino), el esta de acuerdo en que yo lleve adelante mi bisexualidad pero a la hora de enfrentar el resto del mundo me aterro :(.
Espero tener ovarios para enfrentar a todos el dia que ame a mi pareja y a otra mujer.
Saludos lindas 🙂
Entiendo tu miedo perfectamente, espero que algún día te sientas preparada para romper las barreras que el resto del mundo nos impone, y enfrentar todo aquello que no te permita mostrarte tal como eres. Un fuerte brazo, y ánimo!