Una infante de marina chilena comparte con nosotres una denuncia pública de lo que allí está pasando. ¡Aún queda mucho (muchísimo) por cambiar!
Veo, con gran tristeza, lo que sucede en mi país. Como mujer y como infante de marina, detesto ver el desprestigio de nuestras fuerzas armadas.
Coroneles que acosan sexualmente a sus subalternas. Marineros que ponen cámaras en los camarotes de sus compañeras, con más rango que ellos, para luego enviarlas por redes sociales a otros oficiales y superiores, quienes ríen el chiste como si nada. Marinero que, ebrio, ingresa a los camarotes femeninos y graba a una marinera que dormía a torso desnudo.
Soluciones parche, ofertas de cambio de división, buque o fragata.
Me da asco, miedo y me hace sentir débil. Nunca en mi vida sentí tanta impotencia. Sé usar un arma, sé cómo vencer a un enemigo más pesado y fuerte que yo, sé la forma más segura de desarmar una bomba. Pero nadie me preparó para esto. En el ejército aprendes a confiar en tus superiores, después de todo debes seguirlos en la batalla creyendo que tomarán la mejor decisión por el país y por tu vida, aprendés a poner la vida en manos de otra persona, y a como está se te puede ir en unos instantes.
Por eso reacciono, con espanto, al saber que los hombres que debían protegernos y liderarnos son aquellos que abusan de nosotras. Por eso mis ojos se abren de asombro a ver la falta de respeto a un superior, al vulnerar su intimidad, sin nombrar la falta de respeto que cometen hacia un ser humano.
Protegemos al inocente, ayudamos al desválido, cuidamos las calles para que los civiles duerman tranquiles. Nuestro trabajo es una cuestión de vocación, de honor, valores y éticas y esa clase de abuso es justamente contra lo que prometimos luchar, lo que prometimos no permitir, lo que prometimos no hacer.
Cuando tengo una pistola en las manos, me siento empoderada, orgullosa, como si nada pudiese dañarme. Me siento orgullosa de proteger a mi país, segura, porque sé que estoy contribuyendo al cambio.
Pero cuando esta clase de injusticias suceden, me hacen dudar. Siento como si no perteneciera a las Fuerzas Armadas, como si fuese un campo exclusivo de hombres en el que no tengo cabida. Y me hiere, porque he superado las pruebas más estrictas y más dolorosas que otros infantes. Mis instructores han sido más estrictos, mi disciplina más dura. Entrar a un campo de tiro y que el instructor te observe con desprecio y te crea incapaz de disparar por ser mujer es una de las tantas veces que te creerán incapaz, tal vez tu primera, pero nunca la última.
Comprendo, que por temas anatómicos, será para mi más difícil usar un rifle, sino el culatazo (nombre que usamos para nombrar el impulso hacia atrás de un arma al disparar) es más difícil de resistir y probablemente me deje un moretón, sé que probablemente me va a doler pero tengo el mismo derecho que cualquiera de intentarlo.
Conozco a otra mujer, que es una excelente francotiradora que utiliza rifles de asalto y se encuentra en una división puramente masculina. Fue víctima de acoso por uno de sus superiores, nunca pudo defenderse, nunca pudo pedir ayuda. Los pocos casos que se hacen públicos son, lamentablemente, la minoría.
Considero que los que se unen a las Fuerzas Armadas, lo hacen en su gran mayoría por el brillo de los botones del uniforme y no por una necesidad de proteger, ayudar o cuidar a les ciudadanos que día a día confían en nosotres para defenderlos. Nos hemos visto invadidos por una doble moral y una indiferencia absoluta, por no querer decir desprecio por los valores en los que se cimentan nuestras instituciones. Sin embargo, lo que más siento es haber perdido la confianza de la ciudadanía ¿Cómo una mujer podrá acercarse a uno de nosotros en busca de protección? ¿Querrán unirse a nuestra institución?
La respuesta es un firme no. Por primera vez en mi vida siento decepción al ponerme mi uniforme.
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