Los cuerpos oprimidos existen para el capitalismo y para el patriarcado. Aunque las experiencias y pesares son diferentes, el sexismo y el especismo son fenómenos que van de la mano y que tienen como base la idea del ‘cuerpo dominado’, un objeto de consumo para que el poderoso imponga sus deseos y necesidades sobre él.
Hay una realidad que resulta cada vez más ineludible para muches de nosotres: el sistema patriarcal en el que vivimos se conecta profunda y directamente con el sistema capitalista de explotación. Ambos son sistemas que históricamente han servido para la concentración del poder en una parte de la sociedad y el dominio absoluto, total, de las restantes. Estos dos sistemas están profundamente arraigados en nuestra sociedad y nos imponen modos de comportamiento, gustos, intereses y hasta formas de pensar que creemos «naturales» o «elegidos» conscientemente por nosotres pero que en realidad son producto de una época, del contexto histórico, de aquello que nos rodea y que es mucho más poderoso de lo que podemos reconocer.
En su espectacular libro «Calibán y la bruja», Silvia Federici analiza cómo a lo largo de la historia, y sobre todo en los albores de la Modernidad, la mujer sirvió como escenario para la práctica de diferentes métodos de tortura, hostigamiento y sometimiento que tendrían como objetivo final su domesticación. La caza de brujas, la penalización del aborto y de la prostitución eran entre otras algunas de las actitudes represivas que las sociedades modernas ejecutaban sobre los cuerpos femeninos de modo de sojuzgarles, hacerles perder su potencial fuerza y, por sobre todo, desorganizarles y disuadir cualquier posibilidad de encuentro o sororidad.
Del mismo modo que las mujeres y las identidades de género que recién hace unos pocos años atrás se están empezando a aceptar socialmente han sufrido históricamente todo este tipo de dominio sobre sus cuerpos y sus mentes, sobre sus vidas cotidianas y sus deseos, anhelos e intereses, las especies animales también son altamente vulnerables al dominio del hombre. El especismo, aquello que lleva al ser humano a aprovecharse de todos los seres vivos que lo rodean en su beneficio propio, ha sido equiparado por muches al sexismo.
¿Puede existir tal comparación? Personalmente, considero que sí ya que ambas ideologías colocan a su objeto de dominio (sea la mujer, sea una persona trans, sea un animal) en condición de objeto a ser domesticado, pasivo de ser controlado, sojuzgado y dominado histórica y tradicionalmente. Mientras los animales sirven a diferentes fines (como alimento, como entretenimiento, como fuente de trabajo o incluso como fuente de goce ante su sufrimiento), las mujeres servimos al hombre (por lo general, blanco, occidental, cis, pero no exclusivamente) como fuente de placer sexual, como cuerpos a controlar, como cuerpos a penalizar si intentamos rebelarnos ante las imposiciones patriarcales, como cuerpos a ser normados por la ley masculina y machista.
Dejemos esto en claro: para el patriarcado la mujer nunca es «ser humano» según los términos que el mismo patriarcado utiliza. Nunca somos individues, ni seres con alma (salvo que sirvamos a alguna religión), ni seres que sufrimos, que sentimos o que podemos gozar cuando y como queremos. Así también el especismo entiende que los animales son sólo un elemento que está ahí, listo para ser utilizado por y para el goce humano.
Es importante señalar además un detalle trascendental que se suma a esta historia: vivimos actualmente en sociedades de consumo masivo, donde aquellas ideas de descarte, de uso y abuso de los recursos, de inmediatez, de liquidez según las palabras del filósofo Zygmunt Bauman son esenciales y centrales a toda la maquinaria de poder y dominio. Esto no es ninguna novedad para la mayoría de nosotres: sabemos y somos conscientes de que vivimos en comunidades donde lo único que importa y lo único que da status es el consumo, ya sea desde la posesión de un pequeño objeto que pueda costar cientos de dólares, hasta la posesión de enormes riquezas y el acceso a servicios de lujo. El éxito personal ya no se encuadra dentro de la noción de defender algo con convicción sino dentro del marco de la posesión y del status que se nos brinda a partir de poseer.
En ese sentido, tanto los cuerpos de las mujeres y de las personas que se autoperciben fuera del binario «hombre / mujer cis» sumados a los cuerpos de los animales son definitiva e ineludiblemente transformados en objeto de consumo. Así, a las mujeres se nos empuja a un mundo donde lo único que nos puede servir para triunfar es ser sexys, tener determinado cuerpo o consumir tales productos para mejorar aquellas partes de nuestro cuerpo que no sean tan perfectas. Nuestros cuerpos son sexualizados a tal nivel que, en sociedades altamente controladoras y punitivas como las que conocemos en la actualidad, mínimos actos de rebeldía como amamantar en la calle o ser independientes de la mirada ajena o sentirse hermanada con otras mujeres son eje de burla, de incredulidad, de crítica y de juzgamiento pero actos neta y claramente ilegales como los abusos intrafamiliares, las relaciones de hombres adultos con menores de edad, los abusos dentro de las instituciones religiosas o las cientos de formas de machismo pasan desapercibidos como «parte natural de la cultura» y hasta muchas veces celebrados en círculos de hombres.
Nada es muy diferente para los animales que nacen pura y exclusivamente para servir al humano, para transformarse en objetos de consumo, para ser abusados, torturados y maltratados en las miles y miles de formas que la mente humana puede pensar. Claro, aquí alguien podrá decir… «pero, ¿no fue siempre carnívoro el ser humano? ¿no usó siempre el ser humano a todos los animales que lo rodeaban?» Sí, claro, pero nunca como ahora la producción alimenticia del planeta fue tan masiva y significó que la vida animal se transformara en tal suplicio como lo es hoy en día. A ver, necesito poner esto en claro: ningún animal que sirve para consumo humano vive una vida de lujos ni de amor ni de tranquilidad y paz. Su nacimiento se da a través del sufrimiento de sus progenitores que, a veces, no logran pasar más de un par de horas a su lado antes de ser separados para nunca más volverse a ver, oler o sentir. Su vida transcurre en espacios pensados y diseñados del mismo modo que el panóptico de Foucault para su control, su engorde, su encierro y su matanza final tanto por la vía del consumo como por la del descarte en caso de que presente alguna característica indeseable.
De este modo, la producción alimenticia a escala es profundamente cruel y como a nuestro plato no llega nunca nada de ese sufrimiento, sino un trozo de lo que alguna vez fue un ser vivo, devoramos en cuestión de minutos aquello que fue una vida, que sintió miedo, dolor, que tal vez nunca experimentó placer ni se sintió acompañado, que llegó a este mundo para ser aniquilado. Hoy en día, muchos sectores que se preocupan por el cambio climático señalan, además, a la producción ganadera como una de las principales responsables del calentamiento global debido a que los extensos campos donde millones de vacas, toros, ovejas, caballos y cabras son criados han sido el resultado de la deforestación, de la transformación del medio ambiente, de la extinción de especies que no interesan para el consumo humano y del eterno sufrimiento animal.
Tanto el capitalismo como el patriarcado crean, claro está, herramientas para justificar tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto abuso. Así, se construye la idea de macho exitoso sobre las ruinas de los cientos de miles de mujeres asesinadas día a día, violadas y torturadas, invisibilizadas, silenciadas y denigradas pero también sobre las ruinas de huesos de millones de animales que han nacido, vivido y muerto para que ese macho muestre su poder, su fuerza, su energía vital.
Cuestionar el patriarcado es también cuestionar el sistema de producción económica en el que vivimos: ambas cosas van ineludiblemente de la mano y del mismo modo que las gafas violetas nos ayudan a ver cosas que ya no podemos dejar de ver, debemos crearnos otras gafas para no ser más insensibles o funcionales al sufrimiento de otros seres vivos. Su vulnerabilidad es también la nuestra y sobre ellas debemos construir nuestra fuerza para luchar por un mundo mejor tanto para nosotras como para los más indefensos.
1 Comentario
Enhorabuena por este pedazo de artículo. ¡Chapeau!