Julia nos habla de su experiencia y visión sobre Islandia, la isla cálida.
Islandia es una país bastante remoto, cercano al círculo polar ártico, de unos 340.000 habitantes. Es una isla cálida, aunque resulte paradójico, puesto que las corrientes marinas convierten su temperatura en mucho más alta de lo esperado si tenemos en cuenta su latitud. Los inviernos en su capital, Reykjavík, son relativamente amables, con temperaturas que rara vez bajan de los 10 grados bajo cero.
Islandia es un país exótico. El boom turístico de los últimos años ha convertido muchos de sus enclaves naturales en pasto de blogs y aventuras compartidas en redes sociales. La primera vez que vine a esta isla fue en 2012, antes del momento explosivo turístico. Lo hice como turista, aunque vine a visitar a un amigo que vivía y estudiaba aquí. Cada vez soy más partidaria y fan de hacer viajes a lugares donde alguien nos espera, por el hecho de que una persona que reside en el lugar visitado probablemente va a ser capaz de mostrarnos una cara alejada de su faceta meramente turística.
En 2012 alquilamos un todoterreno entre 6 y recorrimos la isla completa por la carretera uno, que la rodea por la costa. Era final de febrero y, contra todo estereotipo erróneo, no pasamos demasiado frío. Yo llegué a esta tierra cargada de emociones, porque era una absoluta fan de Bjork y me fascinaban algunas de las letras de sus canciones referentes a este país. No sabría explicaros muy bien por qué, pero al final de esa semana de viaje me había enamorado de Islandia.
La naturaleza me impactó, pero creo que lo que más huella dejó en mi fue lo extraterrestre de su territorio. Cómo un caballo, una oveja o un ser humano podían vivir allí todo el año. Cómo un paisaje tan aislado, congelado, salvaje, podía albergar a la vez tanta sensación de vida. Regresé a España pensando, sintiendo, que me gustaría, quizás, algún día, regresar a Islandia para vivir una temporada.
Y así lo hice. En febrero de 2018 decidí que mi momento había llegado. Compré un billete de ida para Reykjavík y marché con una maleta y una mochila, sin demasiadas expectativas. Al llegar, era principios de marzo, y toda la hierba estaba sepultada por un hielo parduzco. El paisaje era blanco y amarillento. La ciudad me pareció, de primeras, un cementerio de una crisis radioactiva. No fue hasta que me adentré en sus calles y tomé aire para recorrerla con calma que descubrí las señas de vida y calidez que pueblan cada uno de sus rincones.
Islandia no es un país fácil. Es, ante todo, salvaje. La naturaleza reina por encima de lo humano, y eso te da una dimensión nueva de tu propia existencia. Aquí los planes siempre dependen de lo que la tierra disponga. El viento, la nieve, el hielo… Estos son los verdaderos gobiernos. Lo humano, como lo territorial, se encuentra irremisiblemente condicionado por la realidad meteorológica. Les islandeses son cálides de primeras, curioses, abiertes. Te preguntan y se interesan, cuando eres turista. Cuando pasas a formar parte del aparato económico (como inmigrante, generalmente, en puestos no cualificados) ese interés se disipa. Y las amistades son de cocción lenta, como la explosión de un volcán, que puede requerir siglos de preparatoria.
Lo extraño de esta tierra es que hay algo que te hace quedarte. En mi caso, mi amor por ella se renueva siempre que cojo un coche, abandono la capital y pongo rumbo al sur o al norte por su serpenteante carretera nacional. Entonces, recorriendo colinas, acantilados y fiordos, siento de nuevo que hay algo mágico en esta isla de agua cálida, lava e hielo.
Así como un gran número de islandeses aún creen en la existencia de criaturas como los elfos (o al menos no niegan esta posibilidad), yo me hallo entre fascinada y hastiada de habitar una isla mágica a la que nunca sé si pertenezco. Quizás tanta magia esté destinada a permanecer intacta, contenida dentro de sí misma, y mis raíces se encuentran tan alejadas de esta realidad que me cuesta agarrarme a este suelo.
Sea como sea, siempre siento que Islandia dejó algo de su esencia dentro de mí. Y ese algo no desaparecerá nunca. Aunque en cierto sentido me expulse de su territorio, también me atrae irremediablemente, como un imán oscuro que me susurra al oído que quizás, en otra vida, yo recorrí estas tierras bajo otra piel, maravillada igual que hoy de la magnitud apabullante de su belleza.
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