Celia nos deleita con un conmovedor relato personal de mujeres, confinamiento y trabajo en España. Crear comunidad entre iguales es una forma de resistencia.
Todas las tardes abría la ventana para escuchar el cantar de los pájaros.Había hecho ya sus deberes: la comida, tender la ropa, pasar un trapito al polvo… Y cómo no, jugar con Mariola, su hija de apenas seis años. No sabía cuántas tardes podría seguir manteniendo aquel ritmo, la ayuda no llegaba y se sentía cansada de fingir tras la puerta de su casa, en los pasillos, en la frutería, en el supermercado… ¿Cómo estás, hija? ¿Todo bien? Le preguntaban les vecines cuando la veían camino a la compra. Bueno, vamos tirando, decía ella. Sí, era cierto. Tirar, tirar de una larga cuerda y fina, que cada vez era más débil y menos fuerte a su peso. Por las noches, salía a la terraza comunitaria mientras Mariola dormía plácidamente a fumarse un cigarrillo de paz, así era como lo llamaba. Venus, que se insinuaba hermoso, la acompañaba en ese espacio de meditación silencioso, donde la ciudad aparecía callada, quieta, sin ningún ruido artificial. Quizás lo mejor del confinamiento, pensó Marta, que mirando al infinito, divagaba en sus pensamientos.
Por las mañanas, Mariola tenía su tacita de leche de avena con cereales y trocitos de chocolate. Un lujo que se permitía porque Marta, muy cuidada en su alimentación, se preocupaba de que Mariola no notara los desastres una economía clasista y desigual con su género. Tras diez años como limpiadora de una casa, la habían despedido tras la crisis del coronavirus, sin más, como a todas y con poco donde rascar. No asegurada, pero sí nacionalizada, la residencia como española era lo único que la salvaba del desastre, no por mucho tiempo.
Cada noche, llamaba a alguna de las compañeras de resistencia y se contaban largo y tendido sobre el día: ¡ay, el guiso me ha salido buenísimo! Gracias por la receta… Y así, entre guiso y guiso, la política salía, porque estaba presente, en cada suspiro, en cada batalla de supervivencia, en cada día de sol y de lluvia. La política estaba en ellas. Marta cantaba cuando cocinaba canciones que la hacían viajar en su memoria a recuerdos de niñez, de olores frescos, de abrazos incondicionales, a lugares verdes y calurosos, donde correteaba libre cuando era una chiquilla. Marta venía de muy lejos, del otro lado del charco, como muchas de sus compañeras, que no habían tenido entonces otra opción. Tuvo la suerte de traerse a Mariola desde el principio, ya que su madre, que llegó a España antes que ella, le aseguró una casa para que no tuviera que vérselas y desearlas. Desde El Salvador hasta España. España, que no fue ningún paraíso, le provisionó de desigualdad y trabajo. Ahora, de crisis y promesas en el aire. No fue la única, muchas de sus compañeras, de fuera y españolas, atravesaban la misma suerte, uno por ser mujer, dos por ser trabajadoras del hogar.
Pero Marta y Mariola siempre saltaban cuando las cosas se ponían feas, era un juego de desfogue, un juego al son de la música en el saloncito de la casa. Con las manos arriba y concentrando energías para seguir decidida a gritar alto. ¡Qué no nos pisan, qué no! ¡Qué no!…Y Mariola repetía con su madre mientras saltaba encima de la alfombra. Esa alfombra que la había acompañado siempre, una herencia familiar, de su abuela, aquella que le hacía las trenzas en la cocina entre plato y plato. Ahora era Marta quien cada día peinaba a su hijita mientras le transmitía aliento de lucha, resistencia y energía para que cuando fuera mayor pudiera enfrentarse a una estructura que lejos de ser generosa, le había dejado claro que Europa era para los y las europeas, pero que el mundo andaba descalzo, desnudo y desvalido. Las cosas cambiaban, pero lentas, y mientras tanto había que estar preparadas.
Mariola, tú eres un sol y una estrella: un sol porque brillas, una estrella porque incluso en la oscuridad, guías. Recuérdalo, hija, recuérdalo. Y mientras le cruzaba pelo y pelo hasta tejer una hermosa trenza.
Hasta tejer una hermosa de red de cuidados y amor. Una red de muchos huevos fritos, papas y resistencia, el plato preferido de Marta y su madre, un código fundamental de fortaleza, de aguante y de dureza.
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