Sabores de mi memoria

Paulina nos lleva de viaje por sus recuerdos y su nostalgia, un viaje precioso y necesario por igual.

Sabores de mi memoria
Ilustración de Almudena Arribas

Soltarlo todo, convertirse en pez para sumergirse en lo profundo del océano interior, para no ver el agua, sólo nadar en ella y dejar que la corriente abrace. Que su fuerza marque el ritmo de ese llanto. Hoy preparo tamales. Esos pastelitos de masa de maíz rellenos y envueltos en la hoja de esta misma planta. El alimento guarda la posibilidad de sentir y fortalecer un vínculo. Aquel que me lleva al lugar donde están las memorias e historias de las mujeres que vinieron antes de mí. Ese es el territorio al que pertenezco.

De adolescente imaginé con saltar lejos porque sentía que no cabía en aquel lugar. Solía pensar que no encontraría el sitio donde echar raíz. Me tomó tiempo entender que las raíces se llevan en las venas. Estas surgen de las relaciones que me han sostenido desde antes de nacer. Con los años y desde otras latitudes, a veces me inunda un deseo por volver, es pura nostalgia. Preparo frijoles en la olla express mientras escucho música en la cocina de esta casa compartida.

Cuando alguna de las mujeres de la familia recae en el quirófano, son las otras mujeres quienes acuden para apoyar durante la recuperación. Hoy, a la mayor de cinco hermanes, mi mamá, le toca ese trabajo de cuidados. Los años pasan y ellas van acumulando experiencias y cicatrices. El tiempo va marcando el andar de los años sobre sus cuerpos ¿Quién estará ahí para acompañar cuando ya no puedan cuidarse entre ellas? Vivir lejos tiene sus desventajas, pienso. Yo quisiera poder estar ahí, así como ellas han querido estar aquí para cuidarme en los momentos que, por motivos de salud, lo he necesitado. Aquí no tengo esa colectividad de mujeres que cuidan mientras la cuerpa se recupera. A veces hace falta sentirme rodeada de las mujeres que sostienen.

Mientras preparo la masa de maíz, ella vuelve al quirófano con la esperanza de apaciguar el dolor que la abraza desde dentro. Ella es mi tía. Lleva años viviendo con dolor. De niña yo la miraba con respeto y algo de miedo. Me parecía una mujer fuerte “sin pelos en la lengua” siempre lista para marcar limites. Mientras ella se encuentra bajo la anestesia al otro lado del mundo, yo remojo las hojas que servirán de coraza para envolver la masa y el relleno.

Quisiera acompañarla en su dolor, porque sé lo que es enfrentarse a la realidad de una cuerpa herida e intervenida. Con los años nos hemos vuelto cercanas a pesar de vivir tan lejos. Compartimos más que ADN. Historias corporales de dolor, fuerza, recuperación, ganas de seguir, de reconciliar la relación con cuerpas que nos confrontan. He intentado encontrar pistas en esas conversaciones donde revelamos pedacitos de lo que nos conforma. Entender qué hay de ella en mí. Qué hay de mi abuela o bisabuela en ambas. ¿Qué necesitamos sanar? Rasco en el fondo del envase lo que queda de esos chiles en adobo que me traje la última vez que estuve en México.

Las mujeres de mi familia se cuidan entre ellas, pero el autocuidado no formó parte de su vocabulario. Ellas han sido las que todo lo pueden, las que se aguantan el dolor hasta que la cuerpa se quiebra. Eso es algo que las de la generación siguiente, nosotras, tenemos que desaprender. No es tarea fácil abrazar la vulnerabilidad propia y ante la costumbre de ignorar el dolor, mirarle de frente. En ese auto-encuentro me quiero sumergir. Permitir que se desborden los sentimientos que emanan me gusten o no. Llorar.

Los sabores me abrazan, por eso en días donde me invade la melancolía o las ganas de estar cerquita de estas y otras mujeres de mi vida, cocino para nutrir el espíritu. Preparo algo que me devuelva al hogar que añoro. Ese que no existe en una ciudad específica, sino en mi memoria. Es un territorio que soy y llevo. Son las historias colectivas que nos tejen a través de generaciones. Son un tamal relleno, unas tortillas calientitas, un mole de olla, un taco de frijol…

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