Ser malhablada no es de «señoritas»… ¡Pero a veces sienta tan bien!
Cuenta la leyenda que Pigmalión, rey de Chipre, buscó durante mucho tiempo una mujer con la cual casarse. Su única condición era que dicha mujer debía ser perfecta. Frustrado en su búsqueda, decidió no casarse y dedicar su tiempo a crear esculturas preciosas para compensar la ausencia. Una de estas, Galatea, era tan bella que Pigmalión se enamoró de la estatua.
Una noche Pigmalión soñó que su amada Galatea cobraba vida. Al despertar, se encontró con Afrodita quien, conmovida por el deseo del rey, convirtió a Galatea en humana: “aquí tienes a la reina que has buscado, ámala y defiéndela del mal”.
Yo también podría ser Galatea y representar la perfección que una mujer puede llegar a alcanzar, si no fuera por la de veces que digo la palabra “potorro” al cabo del día.
De todas las cosas que se supone que las chicas debemos hacer para ser de verdad señoritas, lo de hablar correctamente y no decir palabrotas es la que más me cuesta. No sé qué tienen las palabrotas que me llenan la boca y me sientan tan bien. Un buen insulto a tiempo es toda la terapia que necesito la mayoría de las veces para no tener que recurrir al psicólogo posteriormente.
Mientras muchas mujeres se sienten identificadas con la gracia, feminidad y delicadeza de Audrey Hepburn – que eso no era delicadeza, era hambre de posguerra – yo siento a esa figura de lo más lejana a mí. A ese frágil ser que pronunció la frase “para labios sugerentes, habla gentilmente”, yo le respondería “cómete un bocata y calla, bitch”, cual maricón de peli de Almodóvar.
Recurro a las palabrotas cuando estoy de mal humor y enfadada, y reconozco que gran parte de mi tiempo estoy así. ¿Por qué? No sé, yo lo achaco a que cuando nací el sol estaba en aries y Marte tocándome los cojones bien fuerte. En definitiva, que soy una deslenguá. Eso no me trae más que problemas, porque cuando te acostumbras a tener un vocabulario habitual, usar sinónimos no ofensivos es complicadísimo.
Siempre he sido así y no recuerdo ningún momento de mi vida en el que una reunión social no haya requerido por mi parte de un esfuerzo sobrehumano para controlar mi capacidad innata de decir las palabras más inadecuadas en el peor momento. Os podéis imaginar lo estresante que es siempre ir a comer con los padres de alguna amiga o los suegros. Para esas ocasiones tengo preparada mi mejor sonrisa Preysler y mi lista de palabras comúnmente aceptadas como son “estupendo», «fenomenal», etcétera. A la familia ya la tengo acostumbrada y me dan por perdida, me perdonan incluso que siga hablando medio mal delante de los niños.
Esta faceta, considerada tan poco femenina, no fue nunca un impedimento a la hora de ligar. Muchas veces los chicos lo veían bastante gracioso y les sorprendía mi capacidad de soltar más improperios que ellos mismos. No ocurre lo mismo con el señor de Luci actual, que lleva muchos años intentando hacerme entender lo poco elegante que resulta decir tantas palabrotas, y más para una señorita. No entiende cómo puedo ser a veces tan adorable por fuera – con mis vestidos de patos y mis diademas de maleni – y tan Carmen de Mairena por dentro. Pero así me compró, y ahora no se aceptan cambios ni devoluciones, que es lo que dicen las tiendas para no poner en un ticket “y ahora que ya lo has comprado, si no te gusta te jodes”.
El concepto “ser una señorita” me resulta de lo más confuso. ¿Qué imagen se os viene a la cabeza a vosotras cuando pensáis en una señorita? Yo imagino a una chica recatada, sentada en una silla con las piernas muy juntas pero sin cruzarlas, con el pelo impecable y la espalda bien recta, las manos sobre las rodillas y asintiendo a todo lo que le dicen y sonriendo como si todo fuera de lo más gracioso y novedoso y a la que no vas a ver jamás perder los papeles. Eso no es una señorita, eso es una pobre reprimida y bastante lerda, no nos vamos a engañar. Esa mujer en cuanto se suelte va a tener más peligro que una leona en ayunas.
Lo de la “señorita” se nos ha ido tanto de las manos que hasta en las películas porno, las chicas antes de pasar a la acción se comportan siempre como “señoritas” y están recatadamente limpiando la casa, o planchando la ropa del marido, o paseando por el bosque con sus mejores tacones de aguja, ¿quién no ha hecho eso alguna vez? Si esas películas se basaran en hechos reales, cuando el marido llega a casa, la mujer está tumbada en el sofá, ovulando, con el esquijama de invierno viendo una peli en Divinity y ante la proposición indecente del marido ella contesta: “si quieres te tiras al perro, pero a mí déjame en paz que tengo calambres y quiero ver cómo acaba esta peli”. Eso es para mí ser una señorita de verdad, has hecho valer tu opción de que no quieres que te toquen ni con un palo desde bien lejos, pero has dado opciones alternativas a tu pareja.
Volviendo al tema que nos ocupaba- el lenguaje soez – y para concluir, quiero salir en defensa de todas aquellas que, como yo, no saben vivir sin decir un buen “me la pela” o un “hasta el mismo parrús me tienes”, porque es mucho más sencillo y alegre que dar mil explicaciones de por qué llevas esa cara de malas pulgas, y porque combinan estupendamente con el aleteo de pestañas y la cara de nunca he roto un plato que te enseñaron a poner cuando te inculcaban cómo ser de verdad una señorita.
Lucía
5 Comentarios
Es que esto debí haberlo escrito yo misma, no puedo sentirme más identificada.
Jajajaja, me descojono viva. Yo también debí de nacer en un momento chungo, porque me paso el día de mala leche y soltando improperios por doquier (¿me ha quedado de señorita?)
Identificada??? ¡NOOOO! Lo siguiente joder!
Creo que has querido decir «menstruando». De estar ovulando, sería más probable que acabase siendo porno.
«…Eso no era delicadeza, era hambre de posguerra…», ¡buenísimo! xD