Hacer el amor con una mujer

Así fue la primera vez que Ingrid hizo el amor con una mujer. Tenía ante sí a una mujer libre en todos los sentidos de la libertad: liberada, emancipada de todo lo innecesario, de todo lo que nos añadimos y nos añaden para ser algo que no somos…

 

Ilustración de Laura Farlete

“Nunca antes has hecho el amor con una mujer” me susurraron mis miedos desde mi interior. Hicieron que me temblaran los huesos, y la ropa se apretó aún más contra mi cuerpo, intentando protegerme de aquello desconocido de lo que pretendía huir. “No sabes cómo hacerlo, no vas a dar la talla.” La inseguridad se apoderaba de mi ser a la misma velocidad que el Sol se escondía bajo el horizonte dejando paso a la oscuridad. En mi mente flotaban palabras como perfección, pureza, virginidad, placer, autoestima, decepción, estereotipos, prohibido, sociedad… Los miedos se encargaban de removerlas y susurrármelas al oído.
Fue entonces cuando sentí las yemas de sus dedos acariciar mi cara, y después mi cuello. Y antes de que quisiera darme cuenta mis ojos se cerraron ante la calidez de sus labios que se posaron sobre los míos, y a través de los cuales casi podía sentir el latir de su corazón. Tenía ante mi una mujer libre en todos los sentidos de la libertad, liberada, emancipada de todo lo innecesario, de todo lo que cada día nos añadimos y nos añaden para ser algo que no somos.

La electricidad empezó a fluir entre nosotras conforme nuestras manos recorrían más centímetros de piel ajena. Una mirada atrevida de sus ojos verdes me anunció, casi sin previo aviso, que sus manos estaban quitándome la camiseta… y con ella todos los miedos que la ceñían a mi cuerpo. Así de rápido desaparecieron, dándome permiso con su ausencia para entender esa libertad que yo misma tanto anhelaba, esa libertad que la hacía tan irresistible.

Desabotoné su camisa prejuicio a prejuicio. Todas las ideas preconcebidas sobre mí y sobre ella que cargaba sobre mis hombros se fueron deshilachando a la vez que su cuerpo se iba dibujando tras la tela. Desabrochó mi sujetador, que inmediatamente cesó su continua opresión sobre mi cuerpo, permitiéndome mostrarme tal como soy: sin engaños innecesarios, sin anti-gravedad fingida, sin complejos de mi propia asimetría perfectamente imperfecta. Mi baja autoestima, entonces, decidió marcharse junto con mis miedos y mis prejuicios.

Pasé minutos observando su cuerpo desnudo. Cada vez que inspiraba respiraba su olor más íntimo, embriagándome más a cada segundo, hasta que pude ver su esencia con claridad: Los lunares de su pecho conformaban una galaxia única en el Universo, en la que giraban ideas y valores como satélites de planetas tan importantes como justicia, igualdad, respeto, valor, rebeldía.

Nuestros cuerpos incendiados se abrazaron, por primera vez sentí el deseo de tener el corazón en el lado derecho, para que así pudieran latir el uno frente al otro en nuestro íntimo abrazo… y desde entonces no he dejado de sentirlo.

Me acosté boca abajo al ritmo de sus besos y mordiscos que me rodearon por la cintura. Pude sentir el calor de sus muslos apretando mis caderas, y su lengua recorriendo mi espalda. Mi piel se erizaba a su paso, a la misma vez que comenzaba a contagiarme de su libertad. Apoyó sus manos pequeñas en mis escápulas y a continuación, como si fuera parte de un hechizo, la oí decir: “ya te están creciendo las alas.”

Nos besamos y acariciamos cada curva, cada rincón, cada estría, cada vello, lunar, mancha, cada complejo, inseguridad, cada átomo de imperfección, que acababa de convertirse en absolutamente único y perfecto. Así fue como a los miedos, los prejuicios y la baja autoestima decidieron unírsele todos mis complejos, uno detrás de otro, caminando en fila india.

Me fue absolutamente inevitable, casi tanto como respirar, no besar su cuerpo completo. Y pasé varios minutos nadando en la verdad más natural de su vientre. Disfruté como una niña pequeña que acaba de zambullirse por primera vez en el mar. Y pasado el tiempo comprendí que acababa de ser bautizada en la más pura de las aguas. Me di cuenta que la idea de pureza que tenía no era más que un grave error. ¿Qué hay más puro que el agua cálida y limpia de un cuerpo que vive, respira y ama en libertad? ¿Por qué parecen ser tan importantes la virginidad y la inocencia? Ninguna es tan simple ni tan verdadera como vivir el presente segundo a segundo, valorar a la persona que respira a tu lado aquí y ahora, que te atraviesa con su mirada en este mismo momento, que es lo único que tiene y puede entregar, sin posibilidad de recuperarlo. Así fue cómo ambas ideas patológicas se unieron al grupo de fugitivos que me abandonaron aquella noche.

Nos sumergimos la una en la otra, como si fuera una cálida mañana de verano; a pesar de que la Luna (más llena que nunca) nos sonreía y nos tocaba con su luz a través de la ventana. Enredamos nuestras alas, nuestras virtudes, nuestros senos y nuestros cabellos en una pequeña camita en algún lugar de este mundo. Pero para mí supuso desenredar mi mente de todo aquello que me impedía ser quien realmente era y defenderme por ello; me crecieron las alas de la expresión, huyeron de mí todas las ideas que me hacían daño, y mi cuerpo se celebró a sí mismo, se amó, se respetó y se quiso tal como era por primera vez.

No, nunca antes había hecho el amor con una mujer. Y no fue así de simple, pues esa noche también hice el amor con el feminismo, con la libertad: la abracé, la desnudé, la exploré por cada rincón, la comprendí, la integré en mi cuerpo: la hice mía.

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4 Comentarios

  1. Patricia

    Qué bonito! Es dulce, delicado, hermoso… Has descrito un momento de liberación, amor y placer de una manera tan extraordinaria que casi podía sentirlo en mi piel.
    Enhorabuena, por el texto y por haber disfrutado de la experiencia.

  2. Pingback: Hacer el amor con una mujer | IngridKahlo

  3. Hola, increíble relato, me recordó muchas cosas que pasaron en mi cuerpo pero más que nada todo el proceso que tan bien pudiste relatar. 👏👏

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