Reconstruyendo la vulnerabilidad (II)

En nuestra primera parte hablábamos de cómo se crea el concepto de vulnerabilidad, en esta segunda nos queremos dedicar a la pregunta: ¿Qué experiencias hemos tenido en nuestra posición de vulnerabilidad?

Felilustra_Vulnerabilidad
Ilustración de Feliza

Todas estas experiencias son muy importantes, ya que nos configuran ese mundo de significados individuales acerca de las emociones. La experiencia en nuestros momentos vulnerables refuerza nuestras creencias, favoreciendo en ocasiones que se mantenga ese imaginario colectivo existente alrededor de la vulnerabilidad.

Es en casa donde primero aprendemos lo que es aceptable y lo que no, a través de qué ha ocurrido en esos momentos.

Si cuando me he mostrado vulnerable en la infancia-adolescencia, mis cuidadores acostumbraban a minimizarlo, ningunearlo, negarlo, incluso ignorarme o castigarme de una manera frecuente y constante, aprenderé que en ese espacio del sentir, de dolor y sufrimiento no hay acompañamiento, cuidados ni sostén y que estoy a solas frente a ello.

Aprendemos así la norma de qué “está mal” y qué “está bien” alrededor de las emociones y el mostrarnos vulnerable, y es bajo ese juicio moral donde desarrollamos cientos de estrategias para “comportarnos adecuadamente, sin sentir demasiado” que es lo que tenderemos a evitar a toda cosa bajo la etiqueta “está mal”.

Esto sucede cada vez que me he expresado y me han castigado y regañado por ello; o quizás me han ridiculizado y humillado delante de otras personas; o puede ser que ni siquiera hayan levantado la vista hacia mí.

Por otro lado, puede ser que mis padres hayan venido corriendo a salvarme, con actitud de urgencia y pánico, de una forma tan rápida que no me han dejado experimentar, transitar esos dolores y emociones y desarrollar en mí la capacidad resiliente.

Además, en la infancia nos movemos mucho por imitación, por lo que vemos que hacen las personas allegadas.

¿Qué hacían esas personas ante la vulnerabilidad?

Puede que no haya visto a mis cuidadores mostrarse vulnerables, que no se haya hablado ni mostrado nunca el dolor en casa, como si no lo sintieran, por lo que, en ausencia de referentes, ¿cómo me voy a permitir conectar con lo que me duele? ¿Cómo voy a pensar que es aceptable mostrarme vulnerable frente al mundo? ¿Y cómo se hace si no he visto a nadie sostener este  mundo desconocido y terrorífico del dolerse?

Interiorizamos el trato que se nos ha dado a nuestras vivencias internas, haciendo lo mismo con nosotres:

Si han hecho caso omiso a mis emociones, tenderé a hacerme caso omiso yo también.

Si me las han juzgado duramente, desarrollaré un juez interno que me vete y me culpabilice cada vez que sienta y no haga o sea lo que debería hacer o ser.

Si han venido corriendo y me han imposibilitado la exploración de mis emociones y dolores, éstas se convertirán en terreno inexplorado y me veré incapaz delante de ellas.

Si no he tenido referentes las gestionaré como buenamente pueda, seguramente con altas dosis de culpabilidad por lo que siento.

Si me han dado mi tiempo y me han tratado con amor ante emociones como la rabia y la tristeza y ante mis dolores, haré eso mismo conmigo.

En este tema tampoco nos libramos de los mandatos de género: a las mujeres se nos define con una mayor vulnerabilidad en términos de que nuestra condición nos hace más frágiles, ¿Biología? Lo dudamos.

No hay evidencia empírica que sostenga esta hipótesis esencialista. Ahora bien, socialmente a las mujeres se nos permite una mayor conexión con lo emocional, ya que se presupone que es nuestro campo, nuestro campo porque se nos asignan todas las tareas de cuidado, y para realizarlas se requiere cierta sensibilidad y conexión con les otres.

Una ventaja sacamos de ello, debido a ésta educación emocional que recibimos, la conexión empática con el mundo interno es mayor, y desarrollamos una mayor capacidad para conectar con lo que nos duele.

Pero esto que es genial se lee mal, al confundir vulnerabilidad con debilidad en nuestro imaginario colectivo se crea otro estereotipo por el que somos juzgadas: La infantilización en nuestras capacidades hace que se nos vean como delicadas flores vulnerables, en vez de percibir la fortaleza que reside en ellas.

Los hombres también se llevan lo suyo en esta historia, ya que a las personas leídas como hombres, directamente se les censura la vulnerabilidad.

¿Les suena esa canción de Miguel Bosé en los 90 que decía “Los chicos no lloran solo deben pelear”? Esta canción es un altavoz de ese pensamiento patriarcal tan arraigado según el cual el hombre debe ser inquebrantable, resistente, duro.

Todo esto nos lo han vendido como sinónimo de fortaleza, parte indisoluble de la identidad masculina, cuando en realidad es una fuente de problemas por una falta de conexión con algo tan esencial como es la capacidad de ser vulnerables, con nuestras emociones.

A las mujeres se nos permite ser vulnerables y se nos lee como débiles, un hombre no debe llorar, debe ser fuerte.

Permitir, deber, son palabras que nos conectan con normas, con criterios y estructuras externas que nos dirigen, como si nos tuvieran que poner orden.

En el momento en el que empezamos a explorar la vida y armar nuestro mundo de significados, en casa, en el colegio, en la calle, empezamos a interiorizar todas estas frases, todos estos mandatos: veo a mi madre llorando mientras friega los platos diciendo que “está cansada”, veo a mi padre esconderse tras el periódico, tras una máscara agresiva un niño interno que se siente triste porque se siente solo…

Construimos el trato hacia nuestro mundo interior en base a qué hemos vivido, por lo que si yo he vivido que otres han rechazado, olvidado, invalidado y silenciado el dolor emocional, voy a hacer lo mismo con mi vivencia.

Esto no quiere decir que es inamovible; podemos desaprender y reaprender el trato que nos damos, la relación que tengo conmigo, cómo trato mis partes “blanditas”… Es aquí donde la vulnerabilidad nos da un mensaje muy importante sobre quién soy, qué me ocurre, qué siento y qué necesito revisar.

Leerlo es importante.

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