Irene nos comparte una historia que podría ser la de muchas mujeres en todas partes del mundo. Negar lo que vemos o lo que sabemos que otras sufren es también perpetuar la violencia.
Son las nueve y veinte de la tarde de un martes cualquiera. Voy paseando hacia casa, con la luna en cuarto creciente a mis espaldas, escuchando» The Smiths» y cantando a grito pelado una de mis canciones favoritas, liberándome así de las cargas del día.
Me encuentro en la esquina con Ramón, algo ebrio y menos hablador de lo normal. Al parecer esta vez el paseo a «Manolito» ha acabado en una ronda de bares del barrio y en un par de cervezas de más. Ramón era el conserje del bloque donde vivo desde hace un mes. Es un hombre de origen extremeño, campechano, amable y muy cercano. Vive justo debajo de mí y nadie diría que está jubilado, ya que siempre se encuentra disponible para regalarte su atención y ofrecerte su ayuda. No he coincidido con muches vecines pero estoy segura de que todes lo extrañan por portería. Desde que se retiró solo hay servicio de recogida de basuras y limpieza por un chico joven que viene unas horas al día. Nada comparado a la entrega incondicional de nuestro adorable vecino.
Una vez dentro de casa, empiezo a escuchar ladridos y golpes secos, cada vez más latentes. Bajo el volumen por inercia más que por curiosidad, en ese momento no pienso en que puede haber alguien en peligro aunque apenas hacen falta dos minutos para empezar a percibir una voz sigilosamente pronunciada, llena de provocación y aversión hacia otra persona. Es extraño porque no se produce interacción alguna, es como si alguien estuviera peleando consigo mismo en voz alta.
Le aviso a Marina, me dice que muy de vez en cuando suele pasar y que cuando Ramón bebe cambia por completo. Es ahí en ese instante donde me entero de que está casado. Llevo poco tiempo pero el suficiente como para haber podido conocer a su mujer Matilde, o al menos saber de su existencia. Ni siquiera aparece su nombre en el buzón, dato que me desconcierta muchísimo. Debido al suicidio de su único hijo, sufre depresión crónica y lleva años sin salir de casa. Ramón se encarga de hacer todos los recados «cuidándola» lo mejor que puede y sabe.
Marina me advierte que no me preocupe, que «sólo le grita y en ocasiones le insulta» pero que nadie cree que le llegue a pegar y que al día siguiente todo vuelve a la normalidad. Al parecer es algo a lo que en el bloque nunca se le ha dado importancia. Perpleja de su reacción y de la seguridad de sus palabras no le hago ni caso y sigo mi instinto, cojo las llaves y bajo.
Como era de esperar, Ramón tarda en abrir la puerta, antes de hacerlo se asegura de decirle que se mantenga callada y cuando lo hace, tan sólo la entreabre sin quitarle el pestillo dejando más o menos un palmo de visibilidad. Sonríe y me pregunta si todo va bien. Mi atrevimiento es equiparable a mi imprudencia y me dejo de teatros. Le digo que he podido oír sus chillidos desafiantes y que quería asegurarme del bienestar de su mujer. De nuevo, sigue con su fingida gentileza indicándome que todo está «más que en orden» y que de su mujer «se encarga él», que no me preocupe en absoluto.
Le indico que si vuelvo a percibir el más mínimo indicio de que algo no va bien, no tendré tanta cortesía como el resto del edificio. Avisaré a la policía y a los servicios sociales. Me responde que no tengo ni idea de lo que hablo. Que haga el favor de no molestarle más, que soy una entrometida y que mi comportamiento es inoportuno. Me deja con la palabra en la boca y me cierra la puerta en las narices, literalmente. Escucho decirle a Matilde, esta vez con otro tono, que vuelva a la cama, que es donde mejor puede estar. De nuevo, no aprecio ninguna respuesta por parte de ella. Me apena imaginar lo anulada que debe de sentirse para ni siquiera vocalizar.
Cuando vuelvo, de nuevo mi compañera se dispone a intentar convencerme de que no debería de haber ido. Que todo el que le conoce le quiere mucho, que es un hombre con muchas cargas. Que no conozco su historia y que he juzgado la situación y su comportamiento de manera irreflexiva. Reconozco que llego a plantearme si me he precipitado e incluso pienso en ir mañana a pedirle disculpas por ello. Por suerte este pensamiento me dura efímeros minutos y rápidamente mis más sinceras y cálidas sensaciones abrigan ese atisbo dubitativo haciéndome sentir que he hecho lo correcto.
Dudo mucho que los cuidados paliativos de una persona enferma requieran de belicosidad por parte de su pareja aunque está aparezca muy de vez en cuando. Me niego a aceptar algo así. Me prometo no darle más vueltas por el momento ya que me espera una larga noche. He de terminar un trabajo y enviarlo a primera hora, paradójicamente este trata sobre el poder de la mujer en la Época Clásica o mejor dicho, de la mera inexistencia de nuestra voz en la Historia Antigua.
Después de una intensa lucha entre mi ego y mi racionalidad, me dispongo a cambiar el enfoque de mi presentación de mañana, dándole importancia, voz y valor a lo sucedido y hacer una insondable reflexión de cómo las mujeres de la Antigua Grecia o del Imperio Romano hubieran actuado en mi lugar. Medito sobre cuántas eran conscientes de la injusta, abusiva y desajustada que era y sigue siendo, la autoridad del hombre sobre la mujer. También sobre cuántos Ramones, Matildes y Marinas existirían por aquel entonces y, sobre todo, cuántas personas hay en la actualidad provocando, sufriendo, normalizando y tapando esta silenciosa e incómoda realidad que nos acompaña desde hace más de tres mil años y que de manera inexorable, nos sigue influyendo en nuestra manera de responder ante semejante odisea.
No hace falta estudiar antropología ni sociología para considerar que la violencia machista no es una problemática actual ni puntual. No es un conflicto individual. Al contrario, es un inconveniente altamente colectivo donde todes de una manera u otra, reconocida o no, nos vemos envueltes y perjudicades. La violencia machista es un obstáculo social al que nos enfrentamos desde el comienzo de nuestra existencia, parece incluso que en algunos casos forme parte de nuestra programación Neurolingüística. Desde mi punto de vista, humilde y subjetivo lo realmente preocupante es que todavía existan personas que no quieran verlo, que se nieguen a admitirlo. Que ocurra esto entre la juventud es lo que realmente me apena y me aterroriza.
Cuando hablo de violencia machista, no solo hablo de la evidente. Hablo de sustantividad. Del atropello de nuestra dignidad y de la derogación de nuestras vivencias cotidianas cargadas de testosterona desmesurada y altamente eficaz. Hablo del apoyo que se le sigue dando de manera integra al patriarcado de manera automática y visceral. Hablo de la agresividad sutil, de esa que hemos visto desde bien pequeños y que hemos normalizado totalmente en nuestros vínculos más cercanos , seguramente por desconocimiento de su trascendencia. De miles de Ramones que existen y que no identificamos. Del machismo disfrazado de cultura generacional. Hablo de comentarios con los que hemos convivido como el típico «mujer tenía que ser«, «tú búscate un hombre que te mantenga«, «así ningún hombre te va a querer«, «no voy a hacer eso, son cosas de mujeres» o el desgarrador «algo habrá hecho» mencionado por mi abuela paterna cada vez que salía en los telediarios la muerte de una mujer por manos de su marido.
Como bien sabemos para entender y enfrentar el presente hemos de conocer y procesar el pasado. Debemos de ser conscientes de la herencia que estamos dejando al mundo, comprometernos con los cambios que queremos ver en él empezando por creer que estos se pueden y se deben llevar a cabo. Hemos de ser consecuentes con nuestros propósitos y en consiguiente con nuestras acciones para llegar a ellos.
Desde luego que el silencio o la tolerancia ante ejemplos como el de Matilde no nos llevarán a ningún lugar mejor. Muches asegurarán que mi actuación esta noche no cambiará en absoluto la visión que tiene Ramón sobre su matrimonio y su rol en él, ni tampoco el obsoleto pensamiento de mi abuela pero yo considero que sea a la edad que sea necesitan saber que el mundo donde se criaron y crecieron está cambiando. Nunca es tarde para una buena lección, o en el caso de Matilde, para una justa recompensa. Puede que me equivoque pero al menos lo habré intentado.
Me iré a la cama honorando a todas aquellas vecinas «políticamente incorrectas». Aquellas que tuvieron que existir a lo largo de nuestra historia para que la mujer de hoy tenga derecho a hacer mucho más que tejer y permanecer en los aposentos esperando a su amado. Que no se nos olvide: nuestra responsabilidad y objetivo no es vencer ni enfrentarnos a nadie. Es lograr convencer al mundo de que la negación de reforma que este necesita solo nos deteriora y trastorna a todos por igual.
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