Miriam creó esta maravilla de ilustración y Sara se inspiró en ella para crear esta fascinante y mágica historia.
De la magia barata a la Colina de la Sanación.
No debería haberse puesto esas bragas con ese vestido. Aún le restaba media hora y dos trucos más por delante en el espectáculo de esa noche y ya había agotado otra media hora queriendo huir de allí. Para sacarse la braga del culo, entre otras cosas.
Sabía por qué se dedicaba a eso. Pero cada vez tenía que repetírselo más a menudo, hasta lograr alcanzar ese punto de abstracción tan deseado en el que todos los rostros del público se emborronaban y se volvían simples manchitas que hacer desaparecer con un dedo humedecido. Tantos idiotas… Todos esos hombres que acudían a sus números solo para ver su cuerpo embutido en los ajustados vestidos negros de gótica trasnochada. Es lo que se espera de alguien que se autoproclama hechicera. Tan sólo un sencillo gesto con la punta de la lengua sobre la yema de su dedo, tal vez alguna mueca de afectación ridícula para alentar la exhibición… Y después… todos desaparecidos. ¡Tachán!
Ese sí sería un buen truco de magia.
Y podía hacerlo. Tenía el poder para ello. Pero dudaba que fueran a pagarle por eso.
Sobrevivió a la media hora. Recogió el atrezzo desparramado por la superficie que otro de esos numerosos bares hipsters con ínfulas de café-teatro pero inversiones de avaro denominaba “escenario”. Incluyó en la recolección el tacón roto de su zapato, incrustado entre las tablillas de los palés, y se fue con los tres billetes pequeños que el dueño pudo entresacar para ella, “con todo el dolor de su corazón”, de las escasas consumiciones de su público.
La puerta del local dio un golpe tras las ruedas de su maleta.
“Con todo el dolor de su corazón”. Puto hipócrita.
Frenó en seco. Chasqueó los dedos.
El propietario del negocio dejó caer la cerveza que se estaba sirviendo y se agarró el pecho. Todo se volvió oscuridad. Un microinfarto, le dirían al día siguiente.
Ella se sacó la oportunista tira de algodón de entre las nalgas y avanzó calle abajo.
Las sombras de las farolas eran largos estoques sobre asfalto húmedo. El vapor a través de las alcantarillas era la respiración de un toro latente que espiaba con sus orificios nasales rozando el frío metal.
Nunca había visto eso en aquella ciudad.
La cerveza ya resbalaba por su garganta mientras cerraba la puerta de la nevera que, antes de sellarse completamente, encontró resistencia en unos tentáculos púrpuras que siempre querían escabullirse al exterior. Avanzó por el pasillo eterno y lanzó con un movimiento dramático la peluca oscura a través de una puerta abierta en el techo. El vacío la engulló y eructó polvo de estrellas. Su melena blanca se cubrió de fosforescencia. Siguió adelante sin quitar ojo a la puerta del fondo, tallada en runas escarlata. Cuando llegó a cruzarla, su cuerpo estaba protegido por una coraza de cuero, su cabello se entretejía en mechones refulgentes y la cerveza se había transformado en hacha. Esa era una de esas noches. Un cuerno resonó cavernoso en la galería y la puerta se cerró tras la hechicera.
Envidia, celos, miedo, egoísmo, rencor, amalgama de cicatrices en un órgano ya herido. Ira. Venganza. Sed insaciable de olvido. Ansiedad de supresión de sus tinieblas.
El silencio tras la contienda siempre la acercaba al orgasmo.
Pero algo era distinto esta vez.
La presencia del toro en el campo de batalla la desconcertó. Ese animal nunca había estado allí antes. Miró entorno. Entre los cuerpos desmembrados localizó varios de los guerreros con los que se acostaba noche tras noche, en otros de sus viajes. Sin sentir nada. Sólo sus cuerpos. Sus órganos. Ahora éstos estaban desparramados entre la hierba. Lástima. Así era la vida. Y la muerte.
Un resoplido en la nuca, una sombra astada sobre sus hombros. ¿Qué?
La música relajante penetraba con más claridad a través de sus ojos entrecerrados, flotantes vigías entre la espuma que cubría sus músculos agotados sobre la porcelana de la bañera. La sangre de sus víctimas tiñó una vez más de rosado pastel sus cabellos níveos. Disfrutaba enormemente cuando alguna joven le preguntaba qué tono de tinte fantasía utilizaba.
Sonrió.
Suspiró.
Su peregrinaje a otras eras…
No era paz, pero al menos era algo, creía. En realidad, era todo lo contrario.
El sueño profético se repitió durante tres noches de luna llena. Desde entonces, no había vuelto a conciliar el sueño. El espectro en forma de bestia se le aparecía una y otra vez, como una fruta deseada y maldita a un tiempo. Los susurros del viento. Los tambores. Sus viejos errores. El viajero tuerto que se reía en su cara: “Abraza tu sombra”. Despertar entre sudores.
La cuarta noche no salió de su biblioteca. Elevada sobre el suelo, estudiaba los libros que la rodeaban flotando en torno a su cuerpo. Estaba convencida de que algún tipo de invocación malograda, algún ser primordial maligno, había logrado penetrar su psique y ahora se alojaba en ella, escrutando todos sus secretos más oscuros, aguardando apagar los resquicios de luz en su interior.
Por vez primera, no encontraba ayuda en los libros.
Se dio por vencida.
Apoyó la frente en el cristal del enorme ventanal redondo del cual se burlaban los pocos amigos que aún conservaba y algo llamó su atención. Una cola bovina desaparecía rauda entre la penumbra de la callejuela bajo su edificio. Elevó la vista y descubrió un cartel de neón que nunca había estado allí: “Colina de la Sanación”. Se sobresaltó cuando a su lado uno de los libros cedió a la gravedad. Sus hojas se abrían mostrando la ilustración de una suntuosa valquiria rodeada de espíritus animales. El pie de página rezaba: “Eira, la curandera, la resurrectora”.
Un bufido cálido tronó tras ella. Se giró para contemplar la imponente figura de un toro cuyo pelaje parecía componerse por millones de galaxias. Entre los astros distinguió los errores de su pasado, los resquicios oscuros anulados de su presente.
Y de nuevo, la voz de su oráculo onírico: “Abraza tu sombra”.
Provenía de la profunda mirada de sabiduría de la bestia.
Se acercó con suavidad y la rodeó con sus brazos. Hizo desaparecer sus dedos entre el pelaje, frío y cálido a un tiempo. ¿Su último truco de magia barata? No.
Chasqueó los dedos y la puerta rúnica del final del pasillo se desvaneció, muda y en paz.
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