Igual la magia no era aquella relación que viviste sino que eras tú quien la llevabas dentro, pero a veces cuesta un tiempo ser capaz de verlo.
Cuando dijiste que juntos hacíamos magia, me lo llevé a lo místico y lo divino.
Pensé en nuestra historia contada en las estrellas, transmitida en leyendas, removiendo el mundo.
Imaginé el lazo rojo ese del que hablan. Pensé que estábamos por encima de todo y que nada podía pararnos.
Pero no hablabas de esa magia. Lo hacías de la de chistera y conejo, de esa en la que eras maestro: ahora me ves y ahora… ya no me ves. Desaparezco.
Cuando la que realmente no era vista era yo. Me convertiste en la mujer dispuesta a ser cortada en dos por una sierra.
Preparada para meterme en un cubo lleno de agua, amarrada con cadenas y un candado.
Se corre el telón y ahí desaparezco yo, sin respirar, intentando soltar aquello que me ata.
Rezando a una deidad en la que no creo para que, cuando se abra el telón de nuevo, esté fuera, respirando y con una sonrisa, por supuesto.
Magia.
Ese era nuestro lazo rojo, una cadena.
Esa era tu idea de magia.
No contaste con qué saliese corriendo, con qué abriese los ojos, liberase los pájaros, marcase las cartas y huyera.
Para encontrarme conmigo. Con lo que quería, lo que valía y lo que merece la pena.
Cuidándome, queriéndome y sabiendo descifrar cualquier jeroglífico que se me pusiera por delante.
Mirando a las demás de otra manera. Sintiendo una conexión, un magnetismo. Esa sororidad que provoca el haber vivido lo mismo.
Eso sí que son lazos rojos.
Mirarme y, por una vez, verme.
Mirarlas y vernos.
Eso. Eso es la magia.
Que se cierre el telón. Se acabó tu actuación.
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