Dicen que conducir es un placer, que tener un coche es sinónimo de libertad… ¿Lo es para todo el mundo?
Hace tres años, recuerdo el momento exacto, mi padre me llamó para darme una gran noticia: iba a comprarme un coche de segunda mano. Bueno vale; de tercera. Cuando acabó la conversación y colgué el teléfono, tuve que esperar resoplando y mirando al techo unos minutos más hasta poder darle la noticia a alguien. Lo primero que escuché al otro lado del teléfono fue bastante normal: ¡Enhorabuena! ¡Pero qué suerte tienes! ¡Ahora podrás ir a donde quieras! ¡Ya no tendrás que depender de nadie! ¡Vas a ser libre! Sí, aquello era una gran noticia. De hecho la situación me emocionó tanto que estuve llorando durante casi un mes; lo malo es que no era de alegría.
Al principio conducía con otras personas, me parecía lo normal teniendo en cuenta que hacía ocho años desde la última vez que encendí un motor. Sentía que necesitaba guías en mis recorridos; sentía que sin ellos perdería el control inmediatamente y podría decir que hasta ese momento todo iba bien, pero sería mentira. La verdad es que sólo con pensar en que al día siguiente tendría que volver a conducir aquel coche, que aún no asimilaba como propio, empezaba en mi cuerpo un desfile de palpitaciones, falta de aire, dolor de estómago, pesadillas, y, por supuesto, la certidumbre de que iba a pasarme todo el día enfadada con todas las personas que me hablaran. Eso, supe a fuerza de buscar información desesperadamente, se llamaba amaxofobia.
¿Por qué tuvo que tocarme a mi? Por varios motivos. La amaxofobia, que no es otra cosa que el miedo a conducir, es un problema que afecta a más mujeres que hombres y desde una edad más temprana. Puede ser ligera, y sufrirse en determinados momentos por causas ajenas a la conducción como, por ejemplo, pasar por un puente o conducir bajo una tormenta; pero también puede desembocar en algo mucho mayor que prácticamente te impide ponerte al volante. En cualquier caso, es un hecho que la amaxofobia puede superarse, sirva mi caso como ejemplo.
Sí, sufría mucho al volante, pero al mismo tiempo sentía que era mi deber superarlo. La primera vez que conseguí recorrer unos metros sola tuve que ducharme al llegar a casa. Por mi cara, parecía que había sido víctima de un secuestro exprés; por la información de mi cuentakilómetros, había dado la vuelta a la manzana. No me rendí y, aunque vivía un auténtico tormento cada día, seguí adelante, recorriendo en cada sesión unos metros más. Hasta que unos meses más tarde tuve que hacer algo con mi coche que no era practicar: tuve que llevar a mi familia al aeropuerto. Todo iba más o menos bien, pero al despedirme y poner rumbo a casa tuve un accidente, un accidente que provoqué yo. Yo. El sol del amanecer me cegaba por completo, cosa que nunca había experimentado conduciendo, y aunque al principio pensé que ése había sido el motivo para chocar contra otro coche (afortunadamente ni a su dueño ni a mí nos pasó nada), con los meses me di cuenta de que no había sido el sol. Había sido mi enorme estado de ansiedad lo que me había llevado a cegarme y a perder el control completamente.
Intenté volver a empezar pero no tenía fuerzas; sentía que aquello era la peor tortura de la historia y ni siquiera podía sentarme al volante sin temblar sin pensar que acabaría haciendo algo catastrófico. Entonces fue cuando me ofrecieron la posibilidad de recorrer el camino junto a una profesional. En mi caso fue una psicóloga, aunque hoy en día también existen algunas autoescuelas que ya incorporan a profesionales especializados en amaxofobia. Gracias a ella empecé a hacer ejercicios cognitivos. Apuntaba todo lo que me ocurría y analizaba qué me había pasado por la cabeza al respecto. Más tarde examinaba si lo que me había ocurrido era tal y como yo pensaba (el fin del mundo conocido) o era algo que también ocurría a otros conductores, y casi siempre lo era. También conseguí rebajar el nivel de ansiedad con meditación y me di cuenta de que mi mejor arma para superar el problema era reírme (bueno, vale, esa es mi arma siempre). Cada vez que cometía un fallo imaginaba miles de luces de neón apuntando a mi cara y sonreía. Ni que mi vida tuviera tanta importancia.
Aunque en la actualidad conduzco sobre todo en entornos que conozco y siempre voy despacio para poder sentir que percibo todo correctamente y controlo lo que hago, también intento exponerme a entornos nuevos para no oxidar el conocimiento y la confianza en mí misma que tanto sudor, lágrimas y dolor de estómago me costó crear. El camino es difícil y en mi caso no ha terminado; pero si algún día te cruzas en la carretera con alguien que sonríe sin motivo, salúdame: podré decir que he ganado la batalla.
1 Comentario
No me extraña nada tu miedo a conducir. Yo lo he pasado también muy mal al inicio. Mira que he pasado por exámenes, pero los peores exámenes de mi vida han sido sin duda las del carné de conducir. Lo he pasado tan mal en los exámenes (5 ni más ni menos) prácticos que no recuerdo experiencia igual.
Al coger el coche los primeros meses no sabía nunca donde podía llegar: tan pronto en la Cañada Real (sitio bastante chungo en Madrid) como yendo para Valencia cuando quería nada más que llegar al centro de Madrid.
Meterme en el coche y saber que tengo un destino nuevo me ha hecho sudar como un pollo hasta no hace mucho. Pero cada día que pasa me lo tomo con más tranquilidad, creo que es cuestión de dominar el miedo que tenemos. También es verdad que ahora controlo mucho más el coche, no me controla el a mi y conozco mejor las autopistas de alrededor de Madrid, que hasta ahora eran un misterio para mi.
Es verdad que el coche te da mucha libertad de movimiento, pero puede ser una prisión también si nos dejamos dominar por nuestros miedos.