Es probable que conozcas a Tracey Emin, o tal vez nunca hayas escuchado hablar de ella. Esta maravillosa mujer es en la actualidad una de las figuras más importantes de la escena artística internacional. Caótica, indefensa, frágil pero también indestructible, sensual y audaz. Un remolino de emociones que sin dudas debes conocer.
A Tracey la descubrí hace ya un tiempo y la sigo porque siempre he sentido que su arte repleto de dolor y melancolía me apela de un modo especial. Sin embargo, todo cambió hace poco cuando leí su libro Strangeland («Tierra Extraña») que sirve un poco como autobiografía de su vida y que rememora un gran número de experiencias, anécdotas, pensamientos y sensaciones. Une nunca sabe si lo que está en las hojas de esta especie de diario ha sido real o si es fruto de la imaginación de la autora, de sus deseos más recónditos, pero sea como fuere todo parece encajar perfectamente. Ahí es cuando sentí que mi conexión con esta artista pasaba a darse en otro plano.
Tracey Emin nació en Londres pero vivió sus primeros años en la ciudad balnearia de Margate. Hija de un importante diplomático turco, pasó sus primeros años viviendo en hoteles de lujo rodeada de la soledad propia de ese estilo de vida. Cuando sus padres se separaron siendo ella todavía pequeña, encontró refugio en su hermano mellizo, quien parecía sufrir igual que ella la soledad. Pero esa relación pronto se pondría violenta e inconstante y al tiempo Tracey escaparía de la ciudad para vivir de manera miserable y siempre al límite en la capital británica.
Strangeland: una mirada autoconciente
Strangeland es un libro austero. No tiene índice pero sus historias están organizadas en tres grandes secciones: la primera Motherland («Tierra Materna»), la segunda Fatherland («Tierra Paterna») y la última Traceyland («Tierra de Tracey»).
Cada uno de estos tres bloques tiene temáticas más o menos definidas. El primero hace referencia al vínculo que la autora mantuvo los primeros años de su vida con su madre y su hermano viviendo en hoteles de lujo, descubriendo sus primeros idilios con hombres adultos, pasando de la riqueza a la pobreza absoluta, sufriendo los ataques inexplicables de su hermano, el manoseo de las parejas de su madre o la violación de compañeros de colegio.
En el segundo bloque Tracey relata la amorosa pero inestable relación que mantuvo con su padre, sus viajes solos por Turquía y el modo en que él podía hacerla pasar de la carcajada más cómplice a la tristeza más insondable. Finalmente, el tercer bloque sirve para conocer a una Tracey adulta, el arte, su vida regada por el alcohol, la incertidumbre de la soledad, la maternidad frustrada y la adicción al sexo.
En todo momento Tracey se nos presenta como una mujer absoluta y crudamente real. El convertirse en figura pública no hizo que deje de ser irreverente, rebelde, grosera, impulsiva y exuberante. Une puede sonreír con sus historias, enojarse con el mundo que la rodea (también con ella). Se puede llorar con su dolor, su desamparo o su permanente estado de vulnerabilidad. Lo que no se puede hacer al leer este libro es permanecer indiferente ante su historia.
La tierra de Tracey
La autoconciencia es una de las características que más destaca en Tracey. Se conoce en sus limitaciones y en sus miedos, en las ansias de conseguir algo que muchas veces la llevan al filo del peligro, en sus heridas y en su magnífica capacidad para renacer. Muchas veces imagina situaciones o recuerda sueños en los que logra salirse de sí misma para narrar su comportamiento, ponerse en contacto con sus deseos y emociones más íntimas, llorar y hacer duelo.
Uno de esos duelos al que nos permite asistir es el momento en que decide poner fin a un embarazo insostenible tanto por su frágil situación económica como por su errática personalidad. Pero ese autoreconocimiento no hace que ese embarazado fuera menos deseado y su detallado recuerdo del proceso de aborto en una clínica fría y distante estruja el corazón, nos deja casi sin poder respirar. La voz de ese niñe no nacide (que no es más que la voz de su propia conciencia) no dejará de seguirla en todos los años por venir para obligarla a evocar los despojos de decisiones tomadas que nunca pudo superar.
Un pasado honorífico, con ancestros turcos esclavos que lucharon por la libertad, y que es retratado en un hermoso capítulo donde cuenta su encuentro con una adivina en una feria local, hacen que Tracey sea además de frágil y vulnerable una persona increíblemente fuerte y valiente. Nada en ella fue nunca delicado, simple, contenido o indulgente. Su peor crítica consigo misma, Tracey cuenta sin pudor sus historias, el abandono de su padre pero también el abandono que ella se perpetró a sí misma al dejarse casi morir en un departamento londinense, rodeada de alcohol, pastillas, placer desbocado y aislamiento.
Unidas por las emociones: Tracey somos todas
El carácter de la autora es absolutamente vertiginoso y al mismo tiempo conmovedor. Parece que no ha habido pausa en su vida, que todo lo vivido ha quedado marcado en la retina de sus ojos y en los recovecos de su memoria. Recuerda los nombres de cada persona que se cruzó en su vida, como por ejemplo Abdullah, un hombre casado, bastante mayor que ella con quien de joven mantuvo una imposible historia de amor en Turquía. El capítulo dedicado a ese recuerdo y su inacabable búsqueda de amor eterno es sin duda alguna una de las partes más bellas y tristes del libro.
Como en el caso de Tracey, las emociones parecieran no ser propiedad libre de las mujeres. Haber leído su historia me hizo reflexionar mucho en el modo en que la sociedad nos delimita. Nos impone que debemos tolerar y aguantar huracanes de modo contenido, con elegancia y cruzando las piernas. Que debemos ser fieles y dedicadas, que nuestra vida debe estar centrada en torno a otres. Que nada de lo que hagamos debe ser impetuoso, impulsivo o desajustado.
Pero, como nos cuenta Tracey, las emociones están siempre presentes. La angustia y el llanto. El miedo ante el peligro de quienes ejercen su poder sobre nuestros cuerpos y nuestras conciencias. El éxtasis del placer, la risa, la pasión y la incansable búsqueda de vivir es lo que nos hace quienes somos. Dejar de percibir nuestras emociones, callarlas y simular que no están es no ser libres. Y si hay algo que Tracey me enseñó es que únicamente reconociéndonos libres podremos amarnos a nosotras mismas. Sólo contemplando nuestras emociones podremos seguir luchando por nosotras mismas en una tierra que siempre nos será extraña.
Si quieres conocer más sobre esta artista, puedes entrar a su sitio para ver algunas de sus obras: Tracey Emin Studio.
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