Muchas veces nuestro nido, nuestro hogar, no es un lugar sino una persona. Una Frida, Júlia, comparte este texto con nosotres y se lo dedica a su hermana.
Siempre he huido a casa de ella. A mi guarida. Permisiva. Veraniega. Era el lugar a donde escapar cuando aún vivía en casa de mis padres. Desde mis diecisiete era mi oasis. Jugar con su hija, las películas sin censura y el debate agitado posterior, dormir en el sofá, cheetos para merendar, martinis en vaso de cóctel. Sylvia Plath en el balcón. Mis dramas se disolvían en los suyos.
Mi padre siempre decía: deja de llorar, anímate, no es para tanto. Siento que me miran, que me fiscalizan, pensaba. Contenía sin aire. Esos días salía disparada sin pensar. A veces directamente después de clase. Notaba que el aire en Gracia corría distinto. Cruzaba su puerta sin hablar. Me sentaba tras los porticones añejos y soltaba las lágrimas sin freno. Sin preguntas. Sin voz.
La tristeza es tabú en casa, siempre lo ha sido. Pero sobrevive incontrolada y vanidosa. La rabia, en cambio, se abre a sus anchas. No mostrar fragilidad. No mostrar fragilidad. Es posible sentir cobijo en las tinieblas.
La luz de su casa. El diminuto balcón silencioso. La pared butano. Compartía cada incomodidad. Cada traspié. Las palabras florecían hasta encontrar alivio. Deshaciendo el nudo de mi garganta. Hablaba todo lo que necesitaba hablar. Acariciando las penas sin que quemaran.
Hoy es distinto aunque igual. Prefiero observarla sin hablar. En sus quehaceres. Mientras ella lee. Mientras ella ríe. Mientras se recoge un mechón de pelo. Mientras llueve a cántaros. Permanencia, eso siento. Y así regreso a mí. Liviana.
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