Una Frida analiza la educación basada en la culpabilidad que transmitimos a nuestra descendencia. Es posible educar de otro modo y ella nos explica cómo.
La película “Del Revés” de Pixar se ha convertido en uno de mis referentes desde que la vi. Y aunque es cierto que los sentimientos que en ella se reflejan son muy acertados, y los más básicos, hay uno que no aparece y que es un personaje que maneja nuestros mandos demasiado a menudo. La culpa.
Sentirse culpable podría considerarse deporte nacional, dado que todas y cada una de nosotras lo practicamos a diario. No nos gusta, pero estamos tan acostumbradas a lidiar con ella que lo hacemos ya de forma mecánica y con total naturalidad. Sentirse culpable, hacer sentir culpable, culpar, disculparse… forman parte de nuestro día a día como el respirar. De todo, siempre, alguien tiene que tener la culpa, y ese alguien, muchas veces, somos nosotras mismas.
Desde que tenemos uso de razón nuestro entorno nos hace sentirnos culpables por mancharnos el vestido nuevo, por no prestar un juguete a nuestra hermana, por decir palabrotas, por no comérnoslo todo… Nos enseña cómo se hace hasta que aprendemos a hacerlo solas y así, bien adiestradas, nos convertimos en transmisoras, perpetuando su influencia sobre la forma de actuar de quienes nos rodean, para que hagan o dejen de hacer lo que, a nuestro parecer, es apropiado.
¿Pero qué nos aporta la culpa? Nada. Siempre viene de la mano de la vergüenza, del arrepentimiento, del cargo de conciencia, del enfado… todas ellas emociones negativas que la responsabilidad, por ejemplo, no tiene que soportar. Porque no es lo mismo responsabilizarse que tener la culpa. Lo primero se asume como algo sensato, un signo de madurez, de respeto; lo segundo va cargado de un peso moral, de un sentimiento de haber transgredido las normas, que lo único que genera es inseguridad en la persona que, supuestamente, ha errado.
Sin darnos cuenta, educamos en la culpabilidad. Enseñamos a nuestros hijos a sentirse culpables, en vez de enseñarles a responsabilizarse, a pedir perdón, a aceptar que a veces se equivocan, es decir, dotarles de herramientas que les serán mucho más útiles a la hora de afrontar de forma positiva los problemas que puedan tener en un futuro. Cuando hacen algo que no nos gusta lo primero que decimos es “¡¿Qué has hecho?!” en vez de mantener con ellos un diálogo para averiguar por qué han actuado así y cómo pueden solucionarlo. O sentenciamos “¡Eso no se hace!” y creamos un código ético en el que ciertas cosas están bien hechas y otras mal, pero nadie se ha parado a explicarles las razones o a buscar alternativas con ellos. O incluso les preparamos para culpar: si se dan un golpe y se hacen daño, pegamos a la mesa y le espetamos “Mesa mala”, y haciendo esto les transmitimos dos ideas: que si culpas a otro te sientes mejor, y que el culpable debe sentirse mal.
Les enseñamos a asociar las actitudes positivas con premios y las negativas con castigos pero, si un niño actúa de forma correcta, el premio debe ser la propia satisfacción que genera haberlo hecho bien y haberse esforzado; y si, por el contrario, se equivoca, el premio es el aprendizaje que pueda sacar de ello. No se trata de valorar el resultado, sino el esfuerzo y la experiencia vital obtenida. Porque si un error viene acompañado de un castigo desde el exterior, se acostumbrarán a castigarse desde su propio interior y se convertirán en víctimas de la culpa. Si, por ejemplo, suspenden un examen, debe servirles como una lección para saber que se tienen que esforzar más; o si rompen algo que les han prestado deben aprender que se puede solventar arreglándolo, reponiéndolo o, simplemente, pidiendo disculpas… Y así no convertiremos la culpa en el final de los problemas ni encontrar un culpable en la solución. Porque no se trata de señalar con el dedo, ni de fustigarnos, ni de normalizar el malestar que genera haberse equivocado, sino de averiguar qué es lo que podemos hacer al respecto y comprometernos con la parte que nos toca y, sobre todo, de dejar de usar el sentimiento de culpa como herramienta de control.
El secreto está en tener paciencia, con ellos y con nosotras mismas. Les exigimos que sepan ser hijos, pero se nos olvida que están aprendiendo, y olvidamos que nosotras también estamos aprendiendo a ser madres. Porque educar te enseña sobre qué partes de ti debes trabajar para mejorar y transmitirle a tus hijos la mejor versión de ti misma. Nos entrenamos a diario para lidiar con nuestras inseguridades y con nuestros propios errores, pero somos humanas y debemos asumir que los cometeremos; igual que es nuestra responsabilidad aceptar que ellos los cometerán y que no podemos sentirnos culpables por sus decisiones. Hay que dejar que se equivoquen, reconocer que están forjando su personalidad, y guiarles y acompañarles para que gestionen sus frustraciones de manera positiva, porque es ahí donde está el aprendizaje. Y esta misma premisa es la que tenemos que aplicar a nosotras mismas. Nos toca asumir que nuestros actos no van a gustar a todo el mundo y que no hay una manera correcta de hacer las cosas, sino que debes hacerlas a tu manera, responsabilizándote de tus decisiones y de las consecuencias que generen, pero no culpándote por ellas si no obtienes el resultado que esperabas. No debemos actuar buscando la aprobación de nadie, salvo la nuestra propia, y este conocimiento es el que hemos de transmitir a nuestros hijos, sembrando en ellos actitudes que les generarán un beneficio a largo plazo. Por tanto, no culpes, razona, no te culpes, acepta y, sobre todo, no eduques en la culpa, educa en la responsabilidad.
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me ha encantado!!!