La incertidumbre post-coronavirus no es el problema. El problema es no aceptar que la vida está hecha de incertidumbre.
Hace justo un año encendía mi portátil cargada de alegría e ignorancia para escribir sobre cómo entrar en el 2020 de la mejor forma posible. Ilusa de mí.
La crisis del coronavirus (ya hemos escuchado esto mil veces pero la verdad no está hecha para ser bonita) ha puesto al descubierto todas nuestras carencias como sociedad, y al mismo tiempo nos ha recordado dónde hay que poner el foco. Las encuestas dicen que hemos empezado a valorar los «pequeños momentos». Los pequeños momentos no son en realidad pequeños. De hecho, no hay nada más bestial y enorme que ellos. Son lo único que nos llevaremos a la tumba. Nuestros título, nuestro dinero y nuestras 8 horas de trabajo al día… lo siento, pero nadie va a recordar eso con alegría en el corazón. Si es todo lo que haces con tu vida, estás a tiempo de cambiar.
Entre nuestras carencias está por supuesto, reconocer que haber estado en cuarentena y aún así, haber tenido una red de apoyo social y económico para seguir subsistiendo ha sido un enorme privilegio del que no todas las personas han podido disfrutar. Madonna nos decía desde su bañera llena de flores o algo así, que el coronavirus era el gran ecualizador. No, no lo es. Nuestras diferencias sociales siguen y seguirán siendo igual de feroces y desgarradoras.
Nos quejamos por no poder salir a la calle pero hay personas que no podían permitírselo porque su economía dependía, y sigue dependiendo, del dinero que reúnen día a día. Que alguien me explique cómo se puede sobrevivir sin haber podido salir a vender nada durante dos meses. Es imposible, así que reconozcamos de una vez, que hemos tenido un privilegio inmenso.
Por otra parte hemos aprendido que la sociedad no está hecha sólo de la masa trabajadora y sus problemas. Hemos recordado que las personas mayores existen, y sobre todo, que las queremos. Que nuestras abuelas y abuelos están en casa temblando de miedo y que no merecen que salgamos a la calle sin mascarilla a hacer tonterías.
En cualquier caso, todo lo que he dicho es bastante obvio, lo único que realmente quiero recordar con este artículo es un tercer aprendizaje, que quizás pase más desapercibido pero para mí es uno de los más importantes y éste es, redoble de tambores: tenemos que aprender a vivir con la incertidumbre.
Nuestras vidas super planificadas nos traen cierto alivio y es normal. Las rutinas ayudan de forma inmensurable cuando pasamos por ciertos procesos. Pero son sólo eso: una herramienta. La vida es un paseo de diferentes tramos de dificultad por un terreno siempre incierto. Siempre, siempre, siempre incierto. Nadie sabe qué pasará mañana, ni siquiera dentro de una hora. Todo lo que parezca predecible es una pura ilusión óptica, una casualidad. Puede que mañana suframos una enfermedad mucho peor que el coronavirus. Puede que aquellas personas a las que más queremos no estén mañana. No dentro de 20 años. Mañana.
La incertidumbre, dejemos de negarlo, es como el miedo, incómoda pero necesaria. Yo no creo que debamos «enfrentar nuestros miedos», creo que debemos hacer equipo con ellos para salir a comernos el mundo, y que lo mismo pasa con la incertidumbre.
Nunca vamos a poder planificar todo, por eso tenemos que disfrutar más cada día que seguimos en la tierra. Disfrutar de verdad, con ilusión, con rabia, salvajemente. Hacer todo lo que queremos si podemos. Todo. Dejarnos de tonterías, hagamos lo que hagamos, las personas que estén encerradas en su miedo, nos criticarán igualmente. Disfrutar, siempre, y nunca obviar que todo puede salir de forma muy diferente a cómo planeamos.
Hace unos días encontré un párrafo que nos viene como anillo al dedo en este momento:
«Sé paciente con todo aquello que esté sin resolver en tu corazón e intenta amar las preguntas en sí mismas. No busques las respuestas, no se te pueden dar, pues no serías capaz de vivirlas. Y la clave está en vivirlo todo. Vive las preguntas ahora. Quizá, poco a poco, sin percatarte, vivas hasta llegar, un día lejano, a la respuesta»
Rainer Maria Rilke en «Cartas a un joven poeta«
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