Una Frida nos comparte sus palabras sobre el cuestionar (y cuestionarnos) la educación que puede llevar a construir a un patriarca. ¿Dónde empieza el mito y dónde la realidad?
La señora madre del señor patriarca es una santa. La señora madre del señor patriarca lo hace todo bien y resulta primordial respetarla y venerarla. La palabra de la señora madre del señor patriarca va a misa y, como no te calles, vas a misa tú también. La señora madre del señor patriarca se ha ganado dicho nombramiento a base de cumplir años porque su sabiduría proviene de la experiencia de la edad y se conoce que la edad otorga la verdad absoluta e incuestionable. Al patriarca no. Al patriarca ya le venía dada la verdad absoluta cuando apareció entre los muslos de su señora madre con el ansiado título de “varoncito”, heredero de poderes y del noble apellido familiar.
La señora madre del señor patriarca es una señora de bien, una señora en toda regla, una señora hecha y derecha, de esas que jamás se han puesto pantalones y que aún llevan la combinación debajo de la falda. Es una señora de las que Pérez Reverte considera “de verdad”, como decía en aquel famoso artículo, de esas que van todos los sábados a la peluquería y se pasean contoneándose, asustadas. Esas mujeres de la posguerra y de Xanax que se almidonaban el vestido y el alma.
La señora madre del señor patriarca tiene su reino en la cocina. Allí saca toda su excelencia. Es la mejor cocinera del mundo y que nadie diga lo contrario. Así, se puede escuchar frecuentemente al patriarca hablar de la comida de su madre con anhelo y melancolía y tomar sus recetas como la biblia que regentará su dieta hasta el final de sus días. Y que no le cambien ni una pizca más de sal ni una vuelta de menos, que esa receta ha sido así “toda la vida” y el pobre ofendido puede poner el grito en el cielo. Dios no lo quiera. Amén.
La señora madre del señor patriarca no es necesariamente una pija remilgada de clase alta, ya que un patriarca cruza fronteras de clase como si fuera el propio Marx; ella se define como señora y como madre en tanto al cabeza de familia, a saber, su marido o su hijo. El papel secundario de una señora madre queda establecido desde su propio título, desde su posicionamiento en el hogar como defensora de los buenos valores cristianos, desde el acato interiorizado de su inferioridad, desde el ensalzamiento de la figura del hombre, desde su designación en base a la relación con sus parientes masculinos.
El señor patriarca, que es un hombretón hegemónico de cabo a rabo, siente un amor acérrimo hacia su madre, que defenderá a capa y espada (porque tiene espíritu de caballero cual Don Quijote), pero no debemos olvidar que el distinguido hidalgo no tiene y nunca ha tenido idealizada a su madre en cuanto a mujer, sino en cuanto a proveedora de cuidados. De la misma forma en que Pérez Reverte no quiere ver a las mujeres como lo que son: mujeres, sino como lo que él quiere que sean: objetos de deseo, preferiblemente con tacones y delantal. Esa es la regla medidora con la que el señor patriarca compara al resto de mujeres. Su madre era la mejor y ya de ahí para abajo. “¡Ay, la comida de mi madre! ¡Mi madre es que cocinaba! ¡Mi madre era una santa!”. Una santa que nunca se quejaba, nunca decía ni mu, una santa que se desvivía para que los otros crecieran fuertes mientras ella se iba encogiendo.
Qué fácil le resulta a un patriarca ensalzar el servilismo desde la crítica al empoderamiento. Desde un pedestal bien alto con vasta amplitud de miras, el señor con un cetro en su mano ve perfectamente quién se le intenta subir a la falda (¡No, por favor! Al pantalón, al pantalón). Estar al servicio de otros como fin en la vida debe ser el deseo de toda buena señora madre, ha dicho. El señor patriarca así lo ha querido, el señor todopoderoso también. La función de la madre abnegada sin vida propia que solo existe para servir a su familia y cuidar, cocinar y planchar es todo un arte y un noble papel vital difícil de sostener. Que al final todo se reduce a lo mismo. Nadie admite lo que no le conviene y es difícil renunciar al privilegio de una sirvienta gratis.
De ahí se entiende que este macho alfa busque en la pareja a una sustituta de lo que significó su madre, una madre-novia que cumpla con sus necesidades básicas con la mayor inmediatez. Pero ese anhelo por los cuidados perfectos, esa dependencia hacia otra persona debido a su incapacidad por ocuparse de sí mismo, esa idealización de la memoria del recuerdo de su niñez, donde todo eran mimos y ninguna responsabilidad, no es más que una melancolía hacia la infancia, una inmadurez no resuelta que busca el refugio de su madre, que busca esconderse entre sus faldas. Es una irresponsabilidad hacia su propia persona, que no quiere ni molestarse en su propio cuidado y no sabe mantener física ni psicológicamente el cuerpo en el que se mueve. Es el privilegio de la comodidad de alto standing. Es la enseñanza de la dependencia, donde la señora madre juega un papel crucial.
La señora madre es cómplice. La educan para serlo. Son las Tías de El cuento de la criada. Son esas que nacen arriba (o medio alto o abajo del todo) y se quedan arriba (o medio alto o abajo del todo) peleando con las uñas en la cara de la otra para agarrarse al poco poder y respeto que les dejan tener. Las han educado para continuar con tradiciones de otros, para que continúen con la cadena de producción de patriarcas porque ellas son el aceite de la máquina y, sin ellas, la empresa chapa. La madre obrera con espíritu de señora que aún no ha descubierto su sindicato. Aquí me está saliendo la vena Federici, se nota.
Imaginemos a Puri, una mujer hecha y derecha de 52 años, que todos los días tiene la dichosa tarea de elegirle la ropa del día siguiente a su marido y escuchar deliciosas consultas tales como: “¿Qué me pongo mañana, Puri? Es que yo no sé combinar”. El señor patriarca recurre a la esposa como sustituta de su querida madre. Él, que tiene cosas muy importantes que hacer como traer el pan a casa, necesita que lo cuiden y cubran sus necesidades básicas, necesitan que le digan si el marrón combina con el rojo. Los quehaceres femeninos como poner la mesa o pelar la fruta son demasiado para él. ¡Too much, señora! No se pase. Pero Puri no le pregunta todos los días a su marido si la falda pega con la camiseta de tirantes rosa. Puri no le pregunta a nadie qué ropa ponerse. Puri sabe vestirse sola. Be like Puri.
Ensalzar el servilismo frente al empoderamiento es la actitud más cobarde que puede presentar un patriarca y que, sin embargo, encontramos como norma. No es más que un grito angustiado que no les deja respirar, un maullido lastimero que da mucha pena porque el señoro no responsable de su propio cuidado se agarra a Puri como a un acantilado, pero Puri vuela y tiene medio cuerpo fuera del balcón. Ese precioso día en que Puri diga “hasta aquí hemos llegado, Manolo”, ese día, ese día llegará y Manolo y todos los Manolos del mundo se verán solos con su hambre y su suciedad. Quizás sea ese el día en que al fin consigamos un acicalamiento personal e íntimo, sin involucrar a segundas personas que –no, Manolo, no– no son tu madre.
Cada vez que decimos con voz endulzada “es como un niño”, creamos simbólicamente la relación cuidadora-necesitado, nos autoproclamamos como novia-madre. Ninguna relación debería basarse en la necesidad, que lleva a la dependencia, que lleva al lado oscuro y los cuidados básicos diarios que uno debe saber para sí mismo, si no los hay, son el mayor pozo de necesidad. Quiero revertir la famosa frase de Virginia Woolf que decía que toda mujer debe tener independencia económica y un cuarto propio hacia: todo hombre debe tener independencia en sus cuidados y menos cuartos públicos.
Beware. Here’s Puri.
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Iris César del Amo (29), Sevilla
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