Reix nos comparte su primer texto en Proyecto Kahlo, una conmovedora historia de recuerdos, nostalgia y valentía.
Una de las cosas más duras de huir de un lugar, es volver; volver y revolver los recuerdos.
Estoica, grave e impasible se bebió las horas en soledad hasta el despunte del sol al alba en aquella estúpida casa abandonada y fría, en aquel estúpido pueblo solitario y asfixiante. La decrepitud se reflejó en el espejo de su alma desde el segundo o, quizá, el tercer vaso de aguardiente que encontró en la despensa. En la boca mascaba nicotina y en la cabeza… su cabeza no mascaba nada bueno.
Después de varias horas dándole vueltas a los recuerdos de cada rincón de esa casa, de recordar su triste niñez y su gris adolescencia, dando tumbos salió al frío gélido de enero. Las botas se le incrustaban en la nieve hasta el punto de desaparecer en ésta y congelársele hasta las rodillas. Subió la cuesta pausadamente con la respiración entrecortada, las mejillas cortantes y la nariz escarchada. Alcanzó el muro de piedra que limitaba el pequeño poblado del majestuoso risco y se sentó sobre las frías piedras con las piernas colgando al otro lado. Miles de sentimientos se le agolpaban en el palpitante pecho: soledad, impotencia, cobardía, amargura.
Oyó un crujido a su espalda y se giró todo lo rápido que su curda le permitió. Allí estaba Tras, olisqueando con copos que se le posaban en el morro las pisadas bien marcadas que ella había dejado en la nieve. Además de su bien conocida ceguera, el pobre perro oía más bien poco, pero
enseguida su olfato le guió hasta ella. Soltó un ladrido fuerte y ronco situando la cabeza hacia donde sabía que ella se encontraba. Sin dejar de mirar al horizonte, a la nada, ella pasó al lado seguro del muro de nuevo, sabiendo que su perro le estaba echando una reprimenda. Caminó
cuesta abajo, bajo la atenta invidente mirada de Tras y su figura desapareció entre las viejas casas en las que empezaban a humear las chimeneas, dejando a su espalda el amanecer, el risco y aquel absurdo sentimiento de melancolía.
Una vez dentro de la casa, se quitó el abrigo y la bufanda, los tiró al suelo y sentada en el viejo sillón se regodeó en los detalles de sus recuerdos unos momentos. Pero, una vez se acompasó su respiración al ritmo de sus latidos, pudo expulsar hacia fuera la lava salada que le inundaba su ser en forma de gotitas cristalinas y, por fin, lloró. Las lágrimas viajaron
por sus encarnadas mejillas arrastrando los lastres del pasado y pensó que ya no existía pasado, su presente era ese instante, esa emoción desbocada tanto tiempo contenida. Se mordió los puños de rabia para no gritar, pero ya era hora de dejar de pudrirse por dentro y matarse callando.
Enarbolada, tomó el pomo de la puerta como toman las balas la carne aún viva y salió a la calle pegando un portazo ensordecedor. Corrió. Corrió más de lo que nunca había sentido hasta llegar de nuevo al risco. Abrió los brazos y por fin dejó salir su atroz grito contenido y putrefacto. Se
sintió como el recién nacido que prueba sus pulmones por primera vez. Gritó hasta que se quedó sin aliento y se desgarró la garganta, se dejó caer poco a poco de espaldas contra las frías piedras del muro por la parte segura, dejando tras de sí el precipicio. Temblaba, hacía frío y apenas
llevaba abrigo. Algunas vecinas se asomaron a las ventanas a ver quién gritaba tan temprano de aquella manera tan escandalosa en un pueblo donde nunca pasa nada.
Su perro, Tras, acudió de nuevo todo lo rápido que su visión distorsionada le permitía. Olfateó su cara y su cabello y se acurrucó junto a ella respirando de manera entrecortada por el esfuerzo de la subida de la cuesta. Ella le pasó la mano por el lomo y al viejo perro, se le fue calmando profundamente la respiración. Tomó el camino de vuelta a casa por segunda vez, está vez más libre y ligera. Entró en la casa con el perro, se dirigió a la habitación de su abuelo y se acurrucó entre las mantas de
la cama con la esperanza de encontrar su olor entre ellas. Pronto, se quedó dormida tras la explosión de emociones que le habían embaucado. No soñó o no recordó soñar, pero al despertar con la cara hinchada, la garganta áspera y la cabeza con un fuerte pinchazo continuo, decidió que había llegado el momento; se acabó ignorarlo, era hora de mirar de frente a la vida.
La desvencijada escalera que subía al desván crujía tímidamente cuando aún no había peso sobre sus peldaños. Aquella mañana, decidió que era el momento de poner orden en ese desván, sacudir aquella cantidad ingente de polvo y utilizar los trastos viejos como alimento para la estufa durante el duro invierno que se había abalanzado sobre ella al llegar al pueblo.
Deshacerse de trastos viejos y recuerdos no era uno de sus puntos fuertes; así que, decidió tirarlo todo sin miramientos. Haría una limpieza a fondo, rápida y no selectiva; o ésa, era su intención. Metió la llave en la cerradura de la puerta del desván, trayendo hacia sí el destornillado e inestable pomo mientras la hacía girar una, dos y hasta tres veces. Entonces, giró el viejo pomo mientras sacaba la llave de la cerradura y una ráfaga de olor a una mezcla de lugar cerrado, madera vieja y humedad le hizo sentir de repente una pereza atroz al abrir la puerta.
“Quizás, no está tan mal el desván así” pensó para sí. Pero notó de nuevo su miedo ganando la batalla contra ella misma y se dijo: “No, tengo que hacerlo de una vez”. Subió las escaleras que ahora crujían como pequeños chillidos. Una vez llegó arriba, vio cómo el sol se colaba por las rendijas de las maderas y formaban un halo casi de divinidad eclesiástica si no fuera por la cantidad de partículas de polvo que iban revoloteando a su paso y los convertían en una lluvia de continuas motas de polvo. Desde allí arriba, pudo observar la montaña de despojos de la vida de su familia. Sin contemplaciones, metió todo lo que encontró a su paso en bolsas de basura.
Sin pararse a mirar nada de lo que agarraba entre las manos, tiro una a una todas las bolsas de basura que iba llenando por el hueco de la escalera; que atropelladamente estallaban contra el suelo del piso inferior produciendo una sinfonía de desorden y ruidos de golpes fuertes y secos.
Ella había huido muy joven de casa una mañana temprano, dejando a su analfabeto abuelo una maceta con una semilla plantada y una foto de ella de carnet posada sobre la tierra. Era su despedida; aunque le hubiera escrito unas palabras, jamás hubiera podido saber su significado sin que sus padres se enteraran del mensaje. Y la despedida, era solo para él. Su abuelo, aquel hortelano con manos grandes y ásperas, con las uñas llenas de tierra negra en época de cosecha, con la sonrisa torcida y sin apenas dientes y la mirada acristalada por las cataratas que trasformaban sus oscuros ojos en una mirada clara. Había pasado demasiado tiempo y seguía queriendo igual a su abuelo, pero jamás había perdonado a sus padres por todas las cicatrices en el cuerpo y en su ser que le habían ido dejando desde que era apenas una niña.
Se había armado de valor para volver y revolver sus recuerdos en una casa ahora vacía que, aunque no lo quisiera, era suya. Era momento de dejar de huir, de volver y revolver todo, como su abuelo revolvía la tierra para oxigenarla antes de introducir las semillas. Necesitaba volver a sus raíces, hacer espacio a lo nuevo y comenzar a brotar.
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