Las fronteras nunca son fáciles de cruzar. Y no sólo por la burocracia que suponen, sino porque son una invitación a confrontarnos con nosotros mismos y con nuestra cultura.
Miramos por la ventana y sólo vemos kilómetros de tierra vacía, cubierta por un leve pasto amarillento y algún pequeño grupo de árboles en los mismos tonos otoñales. El auto avanza lento, pero avanza. Acabamos de llegar a la frontera que separa Rusia de Kazajistán.
En la frontera demoramos más de lo previsto. Nunca es fácil cruzarlas. No sólo porque nos examinaron el pasaporte hoja por hoja y sello por sello, sino porque también nos reclamaban una visa que no es necesaria. A todo esto, se sorprendían de ver turistas argentinos en está parte del mundo (fútbol, Maradona, Messi parecen ser palabras sagradas en Asia).
Tenemos que sincerarnos, odiamos las fronteras. Son grises, depresivas, y siempre parecen turbias. Algo de la ilegalidad parece filtrarse en cada mirada. Mucha gente dio la vida intentando cruzarlas. Inspiran miedo y eso viene asociado con lo que hay del otro lado. En general, suele ser algo peligroso, distinto, temible. Y el temor tiene que ver con la idea de Otro distinto que tenemos tan incorporada. La historia, la escuela, los medios de comunicación, todos se ocupan de mostrar una imagen de Otro cómo peligroso. Constantemente nos bombardean con la configuración de otro salvaje que espera detrás de la frontera. Solamente por el hecho de ser distinto, sea física o culturalmente. ¿Quién saca provecho de ese temor hacia lo que hay del otro lado?
Nosotros un día nos cansamos de escuchar que el mundo era peligroso. Un día sospechamos que tanto temor infundado sólo estaba construyendo una muralla que no hacia otra cosa más que tender hacia el individualismo. En algún lugar de nuestro ser, sentíamos que el mundo era un lugar hospitalario y que las fronteras no eran otra cosa más que prejuicios internalizados.
El modo que encontramos para corroborar nuestra sospecha fue salir a ver qué tal era el mundo. En abril del 2013 vendimos todo lo que teníamos y salimos de viaje. Aún seguimos en el camino, conociendo ya más de 30 países.
Nos dijeron que Bolivia era sucio y feo, pero fue uno de los países que más nos gustaron. Nos dijeron que en India nos iban a robar y estafar, terminamos estando 8 meses haciendo de India nuestra segunda casa. Nos dijeron que los rusos eran fríos y malos, pero resultaron ser las personas más amigables que encontramos, aún sin entender el idioma siempre nos ayudaron. Incluso, más de una vez, al preguntar por una dirección y al no saber cómo explicarnos, nos llevaron casi de la mano hasta el sitio que queríamos llegar. Nos dijeron que en Kazajistán no íbamos a poder hacer autostop, que nos iban a pedir plata. No sólo que lo logramos, sino que incluso muchas familias nos invitaron a sus casas y compartieron su comida con nosotros.
Dicen muchas cosas, nos hacer creer que afuera está el peligro. Que las fronteras son una ayuda, que nos protegen. Pero no, las fronteras son inventos. Y no hacen otra cosa más que separar más y más cada día. Sino, fíjense lo que está pasando con el Mediterráneo.
Los prejuicios son un invento. Vivimos en un mundo bueno y hospitalario, pero esas cosas no tienen prensa.
No les vamos a pedir que nos crean, pero si les vamos a pedir que salgan ustedes mismos a comprobarlo. ¡Viajen! Y descubran que la peor frontera es la que nosotros mismos imponemos. Y quizá, de este modo, la vida adquiera un nuevo sentido al cruzar fronteras. Seguramente encontrarán un buen aliado para hacerlo, el amor.
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